Dicen que hay tres cosas que cambian completamente en la perspectiva de la mujer cuando esta se convierte en madre: la preocupación por el futuro, la seguridad y la perspectiva del tiempo. La maternidad va unida tan estrechamente a la mujer que es capaz de cambiar completamente la visión que esta tiene de la vida. Anhelos, prioridades, deseos, preocupaciones… todo cambia para quien se hace madre. Porque el ser madre supone la donación total, el olvido absoluto de sí misma. Hemos de imaginar que también todo esto cambió para María, nuestra Madre, cuando recibió la noticia del ángel y, más tarde, dio a luz al Hijo de Dios.
El dogma de la maternidad divina de María, que estos días celebrabamos, es el lugar desde el que interpretar toda la existencia de la Virgen. María es principalmente la Madre de Dios y el desarrollo de los demás dogmas marianos se sostiene sobre esta realidad. Por ser la Madre de Dios fue preservada de todo pecado, virgen durante toda su vida y al término de su existencia terrena fue elevada al Cielo. Su existencia tiene sentido desde la maternidad vivida como un don de Dios para la salvación de las criaturas. Esta es la altísima vocación que Dios ha dispuesto también para cada mujer: ser madre, dar vida, amar desinteresadamente y hasta el fin. No en vano dice el apóstol: “La mujer se salvará por la maternidad” (1 Tim 2, 15).
La figura de María, Madre de Dios, nos demuestra que no es necesario aspirar a ser aquello que no somos para salvarnos. Que cuando asumimos desde nuestra propia peculiaridad el lugar que nos corresponde en la historia de la salvación Dios actúa por nuestro medio acercando hacia sí a los demás. La semilla de la paz que el mundo necesita es precisamente que cada uno busquemos en nuestra vida hacer la voluntad de Dios. Este puede ser el reto para el año nuevo que comienza: dejarnos iluminar por él y aspirar a vivir en plenitud lo que realmente somos, hijos de Dios.
Jesús Martín Gómez
Párroco de Vera