Hace unas semanas tuve la oportunidad de ir al cine. No me había planteado ni siquiera ver aquella película. Pero, para una vez que mis compañeros se animan a ir, pensé que merecería la pena. La sala no podía estar más vacía, solamente nosotros y cuatro señoras, que tenían toda la pinta de ser religiosas de esas que van de camuflaje. Comienza la película en la que una joven de 17 años en el momento de decidir qué hacer con su vida parece sentirse atraída por la vida religiosa de clausura. Los domingos (Alauda Ruiz de Azúa, 2025), trata sin demasiados rodeos la cuestión de la vocación religiosa.
Me gustó porque no se revestía de ningún efecto especial la llamada de Dios, sino que todo transcurría con la normalidad con la que Dios hace las cosas. Uno de los personajes más atrayentes del film es la tía de la muchacha. Un alma inquieta, buscando siempre algo más, como si la vida le quedara corta, buscando sensaciones intensas y reclamando atención. Detrás de los gestos y actuaciones del personaje se sentía una fragilidad rayana en la desesperación, para la cual la decisión de su sobrina era una locura, era la muerte, porque para ella la vida es moverse en otros parámetros.
Frente al deseo de intensidad, de sentirse vivo, aparece de forma sutil y casi invisible la delicadeza con la que Dios llama al corazón de la joven protagonista, pero también al de su tía que en un momento se queda sola y descubre que el ruido no llena, que la búsqueda ansiosa siempre reclama más. Como si Dios entendiera que ella hace demasiado esfuerzo. La película no moraliza, no se trata de un personaje antagonista, esto sería demasiado simple, no sería una lectura creyente. Pero sí es un personaje que retrata la voracidad de la sociedad actual que no permite el discernimiento.
Discernir es saber cuándo actuar y cuándo callar; cuándo el corazón pide ruido y cuándo pide silencio. No es tan simple como elegir entre el bien o el mal, a veces, solamente se trata de descubrir qué es lo verdadero que late en el hondón de nuestro ser y qué es esa impostura a la que muchas veces llamamos vida, por la que queremos que los demás nos reconozcan. Lo contrario al discernimiento es la agonía, el ansia viva, la codicia. No discierne quien lo desea todo y, sin darse cuenta, se esclaviza. Porque discernir es ser libre, es excluir para elegir, consagrarse a algo, vivir esa exclusividad que solo entiende el verdadero amor.
Jesús Martín Gómez
Párroco de Vera
