«Los creó hombre y mujer y los constituyó en idéntica dignidad»

Diócesis de Almería
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La diócesis de Almería es una sede episcopal sufragánea de la archidiócesis de Granada, en España. Su sede es la Catedral de la Encarnación de Almería.

Lecturas bíblicas: Gn 2,18-24; Sal 127,3-6 (R/. «Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida»); Hb 2,9-11; Aleluya: 1Jn 4,12 («Si nos amamos unos a otros Dios permanece en nosotros…»); Mc10,2-16.

Queridos hermanos y hermanas:

Nos congrega en esta iglesia parroquial de Santiago, remozada tras su reciente rehabilitación, la mesa de la Palabra y de la Eucaristía en el día del Señor, cuando Terque celebra la tradicional fiesta del voto, que la población hizo a Dios misericordioso en 1885 ante la sagrada imagen de la Virgen del Rosario. Patrona del municipio y madre amorosa de los hijos que habitan este pueblo del Andarax, la Virgen del Rosario es venerada en el culto que Terque tributa con amor a la sagrada imagen de la Nuestra Señora del Rosario. Esta imagen humilde y llena de belleza simboliza la presencia espiritual de la Virgen María en medio de la comunión eclesial de sus hijos en una de las advocaciones más amadas por los fieles de todo el orbe católico. Justamente se cumplen ahora 450 años de la batalla de Lepanto, que tuvo lugar en el golfo de Patras, en el Mar Jónico, de Grecia el 7 de octubre de 1571 entre el ejército de la cristiandad al mando de Don Juan de Austria, y el ejército del Imperio otomano, al mando de Alí Bajá. En el duro enfrentamiento bélico fueron vencidos los turcos y garantizada la paz y la libertad de las naciones cristianas de Europa, puestas en grave riesgo por el expansionismo otomano. La tradición religiosa devocional atribuye la victoria a la intercesión de la Santísima Virgen del Rosario.

Nos congrega en esta iglesia parroquial de Santiago, remozada tras su reciente rehabilitación, la mesa de la Palabra y de la Eucaristía en el día del Señor, cuando Terque celebra la tradicional fiesta del voto, que la población hizo a Dios misericordioso en 1885 ante la sagrada imagen de la Virgen del Rosario.

Hoy vivimos tiempos de confrontación entre las imperios de aquel momento histórico, pero a pesar de las grandes guerras y la política de bloques del pasado siglo, buena voluntad y la búsqueda de una verdadera alianza de civilizaciones y del diálogo interreligioso, seguimos de hecho viviendo nuevas confrontaciones entre pueblos, naciones y culturas, que sólo pueden ser vencidas por la búsqueda sincera de la convivencia, que garantice una verdadera paz social. La convivencia sólo puede asentarse sobre el respeto mutuo inspirado por principios éticos, asequibles a la luz de la razón natural, y los principios morales que dimanan el evangelio de Jesucristo e inspiran una civilización del amor. Jesús propuso a sus discípulos regirse por el principio del amor universal que alcanza incluso a los enemigos (cf. Mt 5,43-48). Este es el distintivo de los cristianos, según el mandato del Señor: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35); y la medida de este amor recíproco es el amor “hasta el extremo” del mismo Jesús, que se entregó por nosotros hasta la muerte, el mayor amor: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13; cf. 13,1).

Toda la historia de nuestra salvación desde la creación del mundo es una historia de amor de Dios por la humanidad no correspondido del mismo modo. Dios ha querido hacer del amor conyugal entre el hombre y la mujer el paradigma del amor de entrega, convertido en imagen y señal del amor de mismo Dios por el pueblo elegido. Dios es el esposo de la humanidad que ha sido querida y amada por él desde su origen, pues el Creador quiso dejar su imagen y semejanza en el hombre; y así, como leemos en el libro Génesis, no pudiendo el hombre hallar ayuda adecuada en ninguno de los seres del reino animal, fueron creados varón y mujer (Gn 1,20.27).

Dios ha querido hacer del amor conyugal entre el hombre y la mujer el paradigma del amor de entrega, convertido en imagen y señal del amor de mismo Dios por el pueblo elegido.

Esta convicción de fe se expresa en el libro sagrado mediante la narración simbólica de la creación de la mujer, tomada de la carne del varón y presentada al hombre para que reconociera en ella su propia carne. Los creó hombre y mujer y los constituyó en idéntica dignidad, para que por el amor el hombre se reconociera en la mujer: «huesos de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2,23); y para que de este modo fueran los dos una sola carne. Con constitución diferenciada y funciones distintas, para el autor sagrado no es el hombre superior a la mujer, pues han sido creados el uno para el otro, de forma que ya no son dos, sino «los dos en una sola carne» (Gn 2,24).

En esta idea insiste Jesús cuando es preguntado por la naturaleza del matrimonio y la cuestión discutida del divorcio entre los maestros de Israel. Jesús responde a los fariseos que le ponen a prueba preguntándole por qué Moisés permitió el divorcio, Jesús responde: «Por la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto» (Mc 10,5). Dios ha tolerado el repudio por tolerancia con el pecador, pero desde el principio el plan de Dios es el amor indisoluble e irreversible, amor en el que el hombre se asemeja a Dios. De aquí afirme el papa Francisco: «La indisolubilidad del matrimonio (…) no hay que entenderla ante todo como un “yugo” impuesto a los hombres, sino como un “don” hecho a las personas unidas en matrimonio», para continuar diciendo con los padres sinodales, que Jesús «anunció el mensaje concerniente al significado del matrimonio como plenitud de la revelación que recupera el proyecto originario de Dios»[1].

Creado a imagen de Dios, el ser humano es varón y mujer para que los dos vengan a ser uno en el amor. Cristo Jesús realizó en sí mismo la irrevocable aceptación del designio del Padre y en ella salvó a la humanidad de la perdición irremediable, manifestando de este modo que el amor es, en verdad, irreversible. Jesús pidió al Padre que pasara de él el cáliz de la pasión, pero se sometió a la voluntad del Padre, porque en ella está contenido el amor supremo que le mueve a realizar su entrega por la salvación del mundo en la obediencia del amor recíproco del Padre y del Hijo. Por eso decía en la oración de su agonía en Getsemaní: «… pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14,36).

En la carta a los Hebreos hemos escuchado cómo, por esta entrega sin vuelta atrás, vemos ahora a Jesús «coronado de gloria y honor por su pasión y muerte; pues, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos» (Hb 2,9). Después de decir esto, el autor ahonda en el carácter sacrificial de la entrega de Jesús, que por el sufrimiento padecido consumó la perfección de su propia existencia como hombre y llevó una multitud de hijos a la gloria (cf. Hb 2,10). San Pablo puede hacer justicia a esta entrega amorosa de Jesús a la pasión y a la cruz, afirmando que «el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en él no hubo más que sí»,  y dando la razón de la plenitud irrevocable del sí de Jesús concluyendo: «Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él “Amén” a la gloria de Dios» (2Cor 1,19-20). Los expertos en la Escritura comentando el pasaje de san Pablo dicen que el amén significa que lo que se dice o se hace es firme, sólido y digno de confianza, que tal es el decir y hacer de Dios. De ahí que a la fidelidad de Dios a sus promesas el hombre responde con el amén, en el cual por la fe el hombre reconoce que es así y que, en consecuencia, el amor de Dios no se vuelve jamás atrás[2].

San Pablo aplica a Cristo y a la Iglesia el alcance irrevocable del amor que es entrega sin reservas, viendo en el matrimonio cristiano la realización sacramental del misterio de unión que se da entre Cristo y la Iglesia, prolongando en el varón el significado de la capitalidad de Cristo como esposo y cabeza de la Iglesia, y en la mujer el misterio de la Iglesia como esposa de Cristo y madre fecunda de hijos. No se refiere el Apóstol a un sometimiento de la mujer como sumisión al varón, ya que parte de que el amor exige a todos los cristianos, hombres o mujeres, el «sometimiento recíproco de unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5,21); como tampoco se refiere al varón en cuanto cabeza de la mujer como si se tratara de un dominio sobre la mujer, porque la entrega del varón a la mujer es donación de sí mismo a ella como a su propia carne, a la cual «alimenta y cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo» (v. 5,30). Por eso, san Pablo concluye el pasaje de la carta a los Efesios que comentamos, refiriendo las palabras del Génesis tal como las recoge Jesús y hemos escuchado en el evangelio: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne» (Ef 5,31; Mc 10,7-9→Gn 2,24). Así entendidas, las palabras de Jesús concluyen con la sentencia sobre el divorcio como adulterio.

El evangelio nos coloca ante la verdad profunda del amor humano que encierra el amor conyugal, que Benedicto XVI comenta: «El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano»[3]. El salmo con el que hemos respondido a la primera lectura que narra el proyecto de Dios sobre el matrimonio nos abre a la comprensión de su belleza, prolongando el amor de los esposos en la familia, bendecida con el trabajo y la fecundidad de los hijos como recita el versículo: «Tu mujer como parra fecunda / en medio de tu casa. / Tus hijos como renuevos de olivo, / alrededor de tu mesa» (Sal 127,3). La familia aparece en toda su belleza como fruto del amor de los esposos y prolongación del mismo en los hijos. El matrimonio no es rito vacío ni convención social, sino «una vocación, en cuanto que es una respuesta a la llamada específica a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor de Cristo a la Iglesia»[4]. La familia es el regazo de amor donde es procreada la vida humana, de crecimiento, educación y socialización de la persona. Por ello la familia es pieza fundamental de la sociedad y de la Iglesia, hoy insuficientemente protegida e incluso equiparada a uniones que no son equiparables matrimonio natural ni al matrimonio sacramental cristiano en su verdad esencial, aunque las iguale la ley civil de nuestro tiempo, desfigurando la realidad del matrimonio y de la familia.

La familia es pieza fundamental de la sociedad y de la Iglesia, hoy insuficientemente protegida e incluso equiparada a uniones que no son equiparables matrimonio natural ni al matrimonio sacramental cristiano en su verdad esencial, aunque las iguale la ley civil de nuestro tiempo, desfigurando la realidad del matrimonio y de la familia.

Dios quiso en su designio que incluso su Hijo eterna nacido antes del tiempo en el seno de Dios Padre, hecho hombre fuera recibido en su condición humana en el seno del amor de unos esposos que son el modelo de entrega amorosa recíproca, María y José, partes de Jesús a los ojos del mundo como ejemplo querido por Dios para las familias cristianas. Por eso, como dice el Papa Francisco, «necesitamos sumergirnos en el misterio del nacimiento de Jesús, en el sí de María al anuncio del ángel, cuando germinó la palabra en su seno; en el sí de José, que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María[5]. La imagen sagrada de la Santísima Virgen del Rosario aparece con el Niño Jesús en brazos, en el ejercicio maternal que encierra la ternura de Dios como regazo que quiso para su propio Hijo hecho hombre.

Vamos a celebrar la Eucaristía que es banquete de bodas en la fiesta de las nupcias de Cristo con la Iglesia. En ella Cristo se da a su Iglesia en un acto oblativo de entrega total por nosotros. Recogemos las bellas palabras de Benedicto XVI, que ve en la imagen de estas bodas el precedente de la historia de la salvación, la alianza entre Dios e Israel, que en Cristo encuentra plenitud. Así, dice el papa Benedicto, «lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre»[6]. Nos unimos a él en la Eucaristía, donde se nos da como alimento de vida eterna y en su abajamiento hasta nosotros, somos enaltecidos como miembros de su cuerpo. La Eucaristía tiene además un alcance social que no podemos evitar, porque en la entrega de Jesús nos ofrece Dios el modelo del amor cuya imagen tenemos en la recíproca entrega del varón y la mujer en el santo matrimonio. Así es en verdad: «La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega»[7].

Que el ejemplo de la Virgen María, modelo de entrega a Dios y de servicio a los hombres nos ayude a mantenernos unidos a Cristo Esposo de la Iglesia.

Iglesia parroquial de Santiago Apóstol

Terque, a 3 de octubre de 2021

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería

Ilustración. Les amoureux de Vence (Francia). Marc Chagall. 1957

[1] Francisco, Exhortación apostólica postsinodal Amoris Laetitia [AL] (19 marzo 2016), n. 62; cf. Relatio Synodi (2014), n. 14.

[2] Cf. Biblia de Jerusalén: Nota a 2Cor 1,20.

[3] Benedicto XVI, Carta encíclica sobre el amor cristiano Deus caritas est [DCE] (25 de diciembre de 2005), n. 11.

[4] AL, n. 72.

[5] AL, n. 65.

[6] DCE, n. 13.

[7] DCE, n. 14.

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