Como suele ocurrir en estas grandes celebraciones litúrgicas, siempre se pide a algunos sacerdotes que se encarguen de confesar. En cuanto me llegó el avisó no dudé en mostrar mi disponibilidad. Ya había estado confesando en acontecimientos parecidos: la JMJ de Madrid, la canonización de Fray Leopoldo, etc. Siempre me he encontrado en estos actos a mucha gente removida y necesitada de arreglar su vida con Dios.
Se nos citó a las 9 de la mañana. Los voluntarios tenían perfectamente organizado la acogida y, con una gran amabilidad, te dirigían a tu destino. Habían llegado los primeros asistentes. Los organizadores iban de un lado para otro ultimando los últimos detalles. Me puse en la zona preparada para las confesiones.
No tardó mucho tiempo en llegar personas pidiendo confesarse. Allí estuve hasta el final de la ceremonia sin parar. Casi cuatro horas. Se me pasaron volando. Notaba como la gracia de la Beatificación removía el interior de muchas personas.
Fue uno de esos días en los que casi puedes tocas con las manos la gracia de Dios. Algunos eran personas que tenían una vida religiosa activa. Algunos sólo querían expresar la alegría que sentían ante un acontecimiento tan impresionante. Pero muchos, la mayoría, venían después de mucho tiempo alejados del Dios. Creían en Él, pero por los baches de la vida se había enfriado por dentro. Removidos al ver la fuerza del testimonio de los mártires se sentían necesitados de hacer un «reset» en su vida.
Al fondo del Palacio pude ver a la Virgen del Mar, que presidía el acto junto con el Cristo de la parroquia de San Sebastián. A Ella le pido que se repitan muchas veces acontecimientos como este, que ayuden a muchas personas a sentir la Misericordia de Dios, la caricia que recibimos volver al pedir perdón a ese Padre que no se cansa de esperarnos.
Javier Zabaleta, Pbro