Jesús sana nuestras enfermedades y nos ofrece la vida que colma el anhelo de felicidad del hombre

Homilía de D. Adolfo González Montes, Obispo de Almería .

Homilía del Domingo V del T. O.

Lecturas bíblicas: Jb 7,1-4.6-7 Sal 146,1-6 (R/. «Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados»). 1Cor 9,16-19.22-23. Aleluya: Mt 8,17. Mc 1,29-39

Queridos hermanos y hermanas:

La lectura del libro de Job que acabamos de escuchar expresa la convicción del justo Job de la transitoriedad de la vida y del disfrute de todos los bienes, con los que el mismo Job había sido bendecido por Dios y que en pocos días se evaporaron dejándole a él en la ruina más lamentable. Algunas de las comparaciones que Job pone para expresar la poca duración de la felicidad y falta de consistencia de la vida humana son impactantes. El ser humano no tiene más misión que el del jornalero, que no es dueño de los bienes que disfruta, porque penden del salario y de la suerte de encontrar el trabajo que se lo proporcione. El hombre es como un esclavo que suspira en la sombra, y nada satisface al que se siente infeliz cargando con su propia caducidad. Todo tiempo es para él transitorio y sin esperanza: «Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga; al acostarme pienso: ¿cuándo me levantaré?; y al levantarme: cuándo será de noche?» (Jb 7,3-4).

Esta insatisfacción que hace infeliz al hombre tiene su honda raíz en la inconsistencia de la vida humana, cuyos días «corren más que la lanzadera y se consumen sin esperanza» (Jb 7,6). La vida la experimenta Job tan transitoria como un soplo, que pasa en un instante sin que los ojos puedan contemplar la dicha (v. 7,7). Job, al igual que los autores de otros libros sapienciales que recogen la sabiduría de Israel, concluye que el fin de todo es la muerte. Así el libro conocido como Eclesiastés concluye: «En nada aventaja el hombre al animal, pues todo es vanidad. Todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo» (Ecls 3,19,20). Así nos lo dice el sacerdote el miércoles de ceniza al imponer la ceniza sobre nuestras cabezas: «Recuerda que eres polvo y que al polvo has de volver». Lo sabe bien Job que, por eso, se desea la muerte antes que soportar los terribles dolores físicos y morales, los que le provocan las llagas del cuerpo y cuanto padece en el alma, teniendo que soportar que Dios le espíe cada mañana, vigile su conducta y lo ponga a prueba (v. 7,18)

Si nos detuviéramos en el libro de Job de manera más extensa, veríamos que el autor sagrado participa de la idea de que todas las desgracias que le sucedieron a Job sólo podían deberse a la condición pecadora del hombre y, en consecuencia, no eran sino un castigo divino consecuencia del pecado. Es lo que sostenían los amigos de Job que le fueron a ver para consolarle, y también hacerle considerar si no sería culpable de los males que le habían sobrevenido. Los amigos de Job entablan con él un largo diálogo, en el cual Job defiende su inocencia, mientras sus amigos le invitan a medir sus palabras y a que acepte con humildad que, aunque Job no tenga conciencia de haber pecado, los males que le acosan sólo pueden ser, en verdad, consecuencia del pecado, porque Dios es justo y castiga con justicia.

En contraste con esta idea de la antigua Alianza, según la cual al pecador le espera ya en la tierra el castigo divino, el evangelio trae la esperanza. Ciertamente los males que sufrimos son consecuencia del pecado, pero para Jesús padecer una enfermedad no hay una ley general según la cual sea un castigo divino por el pecado personal del que la padece. Cuando le preguntaron por la razón de que el ciego de nacimiento al que Jesús había devuelto la vista, si pecó él o pecaron sus padres para que naciera ciego, la respuesta de Jesús no deja lugar a dudas: «Ni pecó él ni pecaron sus padres; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9,3).

Lo que vemos en el evangelio de san Marcos hoy no es distinto de lo que leemos en el evangelio de san Juan. Entrando con Santiago y Juan en la casa de Simón Pedro y de Andrés cura a la suegra de Simón, que estaba en cama con fiebre; y ella ya curada se levantó y se puso a servirles. Luego, al anochecer —dice la narración evangélica— la gente se agolpaba en casa de Pedro, para que curara a los enfermos y a los poseídos. Vemos así que, con la acción sanadora de Jesús, médico de cuerpos y almas, llega la salud que trae la alegría, la sanación que restaña las heridas de la vida devolviendo a los que sufren la esperanza perdida.

No es esto solo lo que podemos ver en el evangelio que hemos escuchado. Vemos también que Jesús no se deja halagar por la gente que ve el éxito de la palabra y la actuación de Jesús. Jesús no deja que le desvíen del camino que ha emprendido para dar cumplimiento al designio de Dios su Padre. Se aparta del éxito de su actuación como médico divino: «Se levantó de madrugada [“cuando todavía era muy oscuro”] y se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar» (Mc 1,35). La acción de Jesús se sostiene en la oración, en la comunión con su Padre, fundamento de su misión. Como alguien ha comentado con acierto, Jesús está en permanente saliendo para realizar el plan de salvación de Dios y anunciar la Buena Nueva: «Sale, deja la ciudad; es un tránsito y dice: “para eso he salido”. El Señor quiere decir que ha salido de su Padre para venir a estar con nosotros. En la oración sacerdotal, Cristo dirá: “Han conocido que verdaderamente yo salí de ti” (Jn 17,8)»[1].                                          

Jesús ha salido del Padre para venir a rescatarnos de la enfermedad y de la muerte, porque el Padre es la fuente de la vida: la que Jesús nos ofrece es la vida que colma definitivamente el anhelo de felicidad del hombre haciéndole partícipe de la bienaventuranza, de la dicha eterna del mismo Dios. Por esto Jesús manifiesta ante Poncio Pilato: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad y todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18,37). Cristo sale del Padre para venir hasta nosotros por medio de la encarnación, haciéndose hombre igual a nosotros, y por su muerte y resurrección llevarnos hacia su Padre. Toda la obra redentora de Cristo se enmarca en la salida del Padre para venir a nosotros y el retorno de Jesús desde este mundo al Padre.

San Marcos nos dice que los apóstoles, cuando se dieron cuenta de que Jesús había salido de mañana comenzaron a buscarlo; y, cuando lo encuentran, le dicen: «Todo el mundo te busca» (Mc 1,37), pero Jesús les responde que debe cumplir la misión que ha recibido del Padre: «Vámonos a otra parte, las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido» (Mc 1,38). No se deja seducir por el éxito logrado en Cafarnaún con sus curaciones y quiere tampoco sus discípulos pierdan de vista la misión que el Padre le ha encomendado, a la que Jesús los asocia, para que vayan con él a anunciar el Evangelio.

Veíamos ya en los anteriores domingos que Jesús asocia a sus discípulos a su misión, y nos hemos referido a la elección de los Doce, que el evangelista san Marcos comenta dando cuenta del objetivo de Jesús al llamarlos a sí «para que estuvieran con él y enviarlos a predicar con el poder de expulsar demonios» (Mc 3,14-16). Las acciones y milagros de sanación acompañan la predicación, porque en la victoria contra el mal Cristo libera a los hombres del pecado, y así los discípulos son asociados al anuncio de la Buena Noticia que han de acreditar mediante la liberación de los enfermos del poder del Maligno. Justamente san Pablo explica en la primera carta a los Corintios que tal es la misión del apóstol, que es asociado a la acción liberadora de Jesús para ser heraldo y activador de la vida divina en el pecador, al que ha de llamar a la conversión. El anuncio del Evangelio devuelve a los hombres la esperanza perdida del pecador. El apóstol renuncia a sus propios proyectos de vida para acogerse al proyecto de vida de Jesús para él como colaborador con él en la misión, enviándole a anunciar la llegada del reino de Dios. San Pablo entiende este envío que hace Jesús del apóstol como un deber que hay que cumplir, jugándose en la evangelización su propia salvación. Lo dice sin ambages: «El hecho de evangelizar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por gusto propio, eso mismo sería mi paga; pero si lo hago a pesar mío es que me han encargado este oficio» (1Cor 9,16).

El discípulo al que Jesús ha llamado para enviarlo a anunciar el Evangelio está prendido de Jesús, aunque tiene derecho a vivir de la predicación. San Pablo deja en claro que el móvil ha de ser siempre el Evangelio en sí mismo, es decir, el amor a Jesús. En el célebre discurso apostólico de Jesús transmitido por san Mateo, Jesús dice a los Doce que envía a predicar: «Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,8). El apóstol sabe que está en las manos del que le envía y que «el obrero [del Evangelio] merece su sustento» (v. 10,10). San Pablo habla de sí mismo poniendo en práctica esta recomendación de Jesús y se pregunta qué va a cobrar por predicar el Evangelio, y se responde con las mismas palabras de Jesús: «Ahora bien, ¿cuál es mi paga? Precisamente, dar a conocer el Evangelio anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio» (1Cor 9,18). Sabe que le corresponde el sustento que el obrero merece y, sin embargo, haciendo gala de la mayor libertad por amor a Cristo, ni siquiera exige cuanto se le debe en justicia, aunque agradezca lo que se le dé o se le envíe como ofrenda de sus comunidades (cf. Flp 4,14-18). San Pablo confiesa: «Siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles» (1Cor 9,19).

El Apóstol de las gentes aparece así ante nosotros entregado a Cristo por amor, participando por elección de Cristo en el ministerio de nuestra salvación. Un ejemplo para todos los ministros del Evangelio, pero no sólo para quienes hemos consagrado la vida a la predicación del Evangelio, sino para todos los bautizados, porque todos somos transmisores de la Palabra de Dios y testigos del Evangelio, y hemos de suscitar amor al que nos redimió con su cruz y resurrección. No podemos atraer a Dios, si no vivimos en la comunión que la vida divina crea en nosotros, para que todos vean en la Iglesia un sacramento del amor de Dios por todos los hombres, particularmente por los más necesitados. No evangelizamos, si realmente no vivimos la fraternidad que a todos nos une por el origen que todos tenemos en Dios, que es Padre común de todos los hombres.

El pasado día 4 de este mes de febrero se celebraba la primera «Jornada mundial de la fraternidad universal», que promueve el Papa Francisco con tanto interés y que han aceptado las Naciones Unidas: una jornada que nos ayuda a descubrir esta verdad fundamental de la vida humana. No podemos sernos indiferentes unos a otros, porque tenemos un mismo Padre: penas y gozos, sufrimientos y alegrías han de serlo de todos. Para alcanzar el sentido hondo de esta verdad, dando así un testimonio convincente de esta fraternidad universal en la que se manifiesta el amor de Dios, hemos de vivir de Dios, que ama a todos los seres humanos.

Pidámosle en este tiempo de pandemia al Señor Jesús, sanador de nuestras enfermedades, que sea en especial salud de los enfermos, y ahora que se acerca la Jornada de los enfermos con motivo de la fiesta de la Virgen de Lourdes, santuario donde tantas curaciones han ocurrido, que la intercesión de María, Salud de los enfermos, nos alcance a todos ser sanados de nuestros males.

S. A. I. Catedral de la Encarnación

7 de febrero de 2021

                        X Adolfo González Montes

                               Obispo de Almería

 


[1] M.-J. Le Guillou, Tu palabra es la verdad. Meditaciones y homilías dominicales del ciclo B (Madrid 2014) 41-42.

Contenido relacionado

Enlaces de interés