II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD, por Manuel Pozo Oller

Diócesis de Almería
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La diócesis de Almería es una sede episcopal sufragánea de la archidiócesis de Granada, en España. Su sede es la Catedral de la Encarnación de Almería.

Casi de sopetón, pasamos en la liturgia de estas fiestas de los textos narrativos de los evangelios de la infancia narrados por san Mateo y san Lucas, a un texto difícil escrito por la escuela joánica a finales del siglo I en un contexto en el que la comunidad de seguidores del Resucitado se halla ante un escenario de persecución y confusión de ideas. No hay dudas sobre la existencia de un tal Jesús, de sus obras y predicación, así como de su ejecución. En este momento histórico el problema es reconocer que Jesús de Nazaret, aquel «que se hizo en todo semejante al hombre menos en el pecado», es el Verbo de Dios, el mismo Dios.

Después de haber celebrado en estos días el Misterio del Nacimiento del Hijo de Dios, no deja de ser una gracia que volvamos a recordar en la liturgia de este segundo domingo después de la Navidad aquel acontecimiento sin paragón que es presentado por el evangelio de san Juan como la comunicación de Dios, como la Palabra que ya existía «desde el principio» y que «era Dios», que en su amor redentor sin medida hacia el ser humano «se hizo carne y habitó entre nosotros».

El Evangelio de san Juan comienza en esta perícopa (1,1-18) con dos introducciones: una primera, a manera de prólogo, que es de una gran profundidad teológica y al tiempo una profesión de fe de la comunidad de Juan (1,1-6) y otra segunda, con un carácter histórico donde se narra el testimonio de Juan el Bautista «como testigo de la luz».

La primera introducción, a manera de prólogo, resume en pocas palabras la realización del plan creador de Dios, que inaugura una nueva era en la historia humana. El uso del término griego logos sintetiza a un tiempo la acción creadora de Dios que recuerda el capítulo primero del libro del Génesis y la sabiduría creadora que narran los libros de los sabios de Israel.

Llama la atención que el Evangelio de Juan cuando relata el misterio de la Encarnación no aluda a los ángeles, ni a los pastores, ni describe el nacimiento en el pesebre, ni nombra en esta historia del inicio a María y a José. El evangelista, en su esquema redaccional, se adentra en el Misterio de Dios para presentar con perspectiva distinta y complementaria la grandeza de la Encarnación. El Creador se toma en serio a la obra de sus manos y no le abandona a su suerte de manera que, como escribe san Agustín, «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios». El filósofo francés Fabrice Hadjadj parafrasea de modo admirable la frase redonda del obispo de Hipona diciendo que «Dios se hizo hombre para hacer al hombre más humano». Desde esta óptica de donación total se comprende que san Juan escriba que «en Dios estaba la Palabra» y que esa Palabra sea fuente de vida y luz para la humanidad.

La donación sin reservas de Dios, que «puso su tienda entre nosotros», y tuvo su asiento en un pesebre, obtiene como respuesta la ingratitud de los destinatarios de la Buena nueva. El evangelio recuerda el drama de la humanidad que no acoge a Jesucristo y constata que «vino a los suyos y los suyos no le recibieron». Dios toma nuestra carne, se identifica con nuestra debilidad, camina junto a nosotros, pero la respuesta es que «el mundo no le conoció», estaba en otras fiestas y otros asuntos. Algo parecido nos puede ocurrir a nosotros. Atrapados por el mundo y sus quehaceres y prisas es fácil olvidarse de la contemplación del misterio de Dios eterno que sobrepasa todo lo creado. Aquellos que reciben la Palabra, que contemplan su gloria, su existencia se llena de vida y genio creador.

También la Iglesia, como nos recuerda el teólogo Bruno Forte, debe ser imagen de la Trinidad, amor que desborda y se dona para comunicar, debe ser palabra cálida y templada en un mundo crispado y enfrentado, palabra propositiva generadora de vida y de encuentro. En estos días en que inauguramos el Jubileo de la Esperanza acojamos la Palabra para ser, a imagen de la Trinidad, peregrinos de la Esperanza.

Manuel Pozo Oller

Párroco de Montserrat

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