HOMILÍA DE SAN INDALECIO

Diócesis de Almería
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La diócesis de Almería es una sede episcopal sufragánea de la archidiócesis de Granada, en España. Su sede es la Catedral de la Encarnación de Almería.

Querida comunidad, hermanas y hermanos. Queridos seminaristas mayores y menores, saludo al presidente de la agrupación de cofradías y a los 14 hermanas y hermanos mayores de las hermandades, adoración nocturna, religiosas y religiosos, cabildo de la catedral, respetadas autoridades, almerienses todos, especialmente los que os habéis acercado a esta Eucaristía, para celebrar que san Indalecio haya llegado a nuestra tierra y nos haya traído la buena noticia de Jesús, en los inicios de la predicación evangélica.

En san Indalecio, nos encontramos con un evangelizador y un mártir. Quizás, en primer lugar, debíamos de contemplar al evangelizador. Lo tuvo más difícil que todos nosotros ahora, lo digo, porque muchas veces nos quejamos de las dificultades, pero se dejó llevar por el impulso de la fe, que no puede estar encerrada en nuestros ámbitos personales, sino como la luz, ha de colarse por las rendijas de nuestra sociedad. Este ímpetu evangelizador, de aquellos que dejándolo todo se fueron por todos los caminos de los cuatro puntos cardinales, nos debe de cuestionar a todos y cada uno de los que estamos bautizados. ¿No estaremos viviendo una fe acomodada? En este tiempo del Sínodo de los Obispos, donde se nos ha preguntado a todos sobre la Iglesia, se vislumbra el anhelo de muchos creyentes por no dejar morirse a nuestra iglesia en Europa y en España. Solo unidos podremos mostrar a Cristo.

En segundo lugar, celebramos la glorificación de una mártir. Sí, he dicho “celebramos”. Ya se que el martirio es violencia, incomprensión, dolor, desprecio, intolerancia, angustia… Contemplemos si no los mártires del siglo XXI, los de estos últimos años… jóvenes, ancianos, niños, matrimonios, sacerdotes y personas consagradas… iglesias quemadas, pueblos arrasados, persecución, exilio, asesinatos… y una profunda sinrazón enlutada de odio y visceralidad. Y no me refiero sólo a la guerra de Ucrania. Hemos contemplado las ejecuciones de nuestros hermanos en directo en la sala de estar, en nuestros hogares seguros, en la tranquilidad de nuestras conciencias adormecidas. Vemos día a día la muchedumbre que huye de la guerra mientras paladeamos la última cuchara del postre. Y en nuestras oraciones una frase demasiado dulce ante tanto crimen fanático: “Los justos derramaron su sangre porque creyeron y esperaron”.

¿Derramaron? ¿Estamos seguros? ¿Qué hicieron los mártires de hoy, los de los primeros siglos y los de siempre, para producir tanta irritación y persecución entre sus coetáneos? ¿Qué están haciendo muchos jóvenes cristianos de hoy (y también adultos), que viven su fe en las catacumbas de la ocultación, de la fe privada y del miedo mudo, ante sus compañeros de universidad o de su propia pandilla? ¿Es que debemos vivir sin dar razones de nuestra esperanza con dulzura, como decía San Pedro? ¿Es que la sal se ha vuelto sosa? ¿Es que sólo somos hijos de la cruz y de la muerte? ¿Es que se ha extinguido la luz de la Resurrección? Hermanos todos, pueblo santo de Dios: aquellos que vivís inmersos en el mundo del trabajo, aquellos que sois creyentes en la política, sacerdotes y comunidades religiosas… ¿Nos duele el testimonio? ¿Nos hieren nuestras raíces? ¿Vivimos en Europa una Iglesia decadente avocada a la extinción?

Los asesinados se convirtieron en mártires porque valientemente testificaron su fe y perdonando entregaron su vida. Y cada uno de nosotros ¿por qué causa somos capaces de entregar la vida? ¿Dónde nos la estamos jugando por una fe viva? ¿Cuándo nos unimos de una vez por todas –cada uno con su carisma– para solucionar los problemas profundos, sobre todo de los más débiles? El papa Francisco nos decía: “Vivimos en un tiempo en el que todos los cristianos afrontamos idénticos e importantes desafíos, y a los que debemos dar respuestas comunes, si queremos ser más creíbles y eficaces”. Otra vez la sinodalidad, y esta frase tiene más de cinco años.

Quizás no es políticamente correcto que cuando estamos de fiesta os revuelva la conciencia con esta reflexión, pero somos creyentes y seguidores de Cristo, y estamos celebrando la Eucaristía, que es el sacrificio glorioso y salvador… Y los creyentes no podemos quedarnos anestesiados ante tanta indolencia, que es el sostén de la intolerancia, porque nos urge el Amor de Cristo, el fuego de la Caridad. No creo en las guerras y menos aquellas que los poderes de este mundo, del signo que sea, llaman santas. Pero sí que os llamo al testimonio de fe, esperanza y caridad en medio de nuestra sociedad. Si no, de qué nos sirve tener por patrón a un mártir, si no seguimos sus pasos. Os digo de verdad, sólo vale la pena entregar la vida por Amor y todo lo que el amor conlleva: perdón, concordia, diálogo, y sobre todo misericordia. Para un bautizado siempre es el tiempo de la misericordia.

Querida comunidad, pensadlo bien, el sacrificio de los mártires actualiza el mandamiento del amor y nos acerca más a Dios. Luego vamos a procesionar la reliquia de san Indalecio, por el claustro de nuestra catedral. ¡Removamos las cenizas de nuestra memoria! La tradición no puede ser vacía, muerta, sino impulsora de nuevas esperanzas. Nuestra procesión no puede ser tampoco un acto que roce la superstición que tanto manipula la vida de las gentes sencillas. Cada vez que procesionemos una imagen de Cristo, María o cualquier santo, nos renovamos y confirmamos públicamente como creyentes y como testigos del único Señor de la Vida y de la Historia.

Y lo demás, o son cuentos o leyendas.

+ Antonio, vuestro obispo.

Catedral de Almería, 15 de mayo de 2022

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