“En distintas ocasiones y de muchas maneras
habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas.
Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo…”
(Hb 1,1).
Queridos hermanos y hermanas:
Es la Natividad del Señor y el gozo llena nuestro corazón. En la misa de medianoche el gran profeta Isaías anunciaba la brillo esplendoroso de la Luz, que brilló para los hombres que “habitaban tierras de sombra” (Is 9,2). Esta luz dimana para el mundo del niño que “nos ha nacido” y el hijo que “se nos ha dado” (Is 9,5), porque este niño es el Verbo eterno de Dios, “la Palabra por medio de la cual fueron hechas todas cosas” (Jn 1,3). Es Jesús, el Hijo de Dios, “luz de los hombres (…) que brilla en la tiniebla” (1,5). Es la luz que brilla en la creación, obra de la Palabra de Dios, y resplandece en cada ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios.
Los pastores acudieron presurosos a ver el prodigio que le anunciaron los ángeles, y contemplaron asombrados el misterio de la luz que brilló en las tinieblas al contemplar al recién nacido. También nosotros hemos contemplado con ellos en la noche santa de la Navidad el amor de Dios que ha hecho su aparición en Belén, como recuerda Pablo a su colaborador y discípulo Tito: “Ha aparecido la Bondad de Dios y su Amor al hombre” (Tit 3,4).
Es el mensaje de esperanza que el profeta Isaías y el apóstol san Pablo comunican para alentar el corazón de los que, ante la oscuridad del mundo y la experiencia del mal y del sinsentido, fían en Dios y en su palabra siempre es eficaz, porque Dios cumple sus promesas. El nacimiento de Cristo es la gran noticia que hace “hermosos sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz y dice a Sión: «Tu Dios es Rey»” (Is 52,7). La Natividad de Cristo es motivo de gozo y de alegría por la esperanza recobrada frente a los desánimos y desesperanzas, y hay un futuro para el hombre, porque en el mundo ha nacido aquel que trae la vida de Dios para que el hombre no perezca para siempre.
Dios, en efecto, como dice el autor de la carta a los Hebreos, habló a lo largo de la historia de nuestra salvación, y su palabra fue alentando la esperanza de nuestros padres de llegar a ver la cumplida la promesa de nuestra redención. Habló Dios, dice el autor sagrado, en distintas ocasiones y de muchas maneras a nuestros padres por los Profetas, pero “ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1,2). La Palabra que “existía junto a Dios y era Dios” (Jn 1,1) antes de que fuera los cielos y la tierra, aquel por cuyo medio se hicieron todas las cosas, y que es invisible por su divinidad, se ha hecho ahora visible en la humildad de un niño, que nos ha sido dado como paz y reconciliación. Los padres de la antigüedad cristiana que venimos leyendo en la liturgia de las horas de estos últimos días, en el tránsito del Adviento a estas fiestas de la Navidad, nos dicen que se hizo visible a sí mismo aquél que hizo oír su voz con su nacimiento, para que el mundo pudiera contemplarlo y alcanzar la salvación por medio de él. Quiso hacerse visible para que todos pudieran contemplar a aquel por quien fueron hechas todas las cosas, pero él no fue hechura alguna sino engendrado eternamente por Dios en su seno, el mismo que se hizo oír en la ley de Moisés y en los Profetas para que anunciaran el designio de salvación universal del Padre, dice san Hipólito enfrentado a quienes negaban la divinidad del Hijo (cf. San Hipólito, Contra Noeto, 9-12: PG 10,815-819).
Entendemos que diga san Juan en el prólogo al evangelio, que hemos escuchado como evangelio de esta misa del día, que en Jesús, nacido de la Virgen María, hemos contemplado la gloria del Verbo hecho carne, anunciado por los profetas y a quien Juan Bautista señaló entre los hombres como “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, del cual había dicho que“existía antes que yo” (Jn 1,29), el único que tiene como propia la “gloria del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). La gloria, dirá el autor al final de su evangelio del Hijo que se reveló en la cruz y en al resurrección del Señor, porque el amor de Dios nos redimió en la entrega por amor a nosotros del Hijo de Dios. De suerte que entendemos también que el evangelista añada hablando de Jesús, que “la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio d Jesucristo” (Jn 1,17). La gracia nos vino por medio de Jesús, porque en él fuimos redimidos con su sangre, y porque en su gloriosa resurrección brilló definitivamente el resplandor de la verdad de Dios: que Dios es amor y vida que se comunica al hombre, para que “todo el que crea, tenga en él vida eterna” (Jn 3,15). Es san Ireneo de Lyón el que, con palabras de san Pablo, dice que “el Hijo de Dios se encarnó «en una carne pecadora como la nuestra», a fin de condenar al pecado y, una vez condenado arrojarlo fuera de la carne. Asumió la carne para incitar al hombre a hacerse semejante a él y para proponerle a Dios como modelo a quien imitar” (San Ireneo de Lyón, Adv. haer. III, 20 2-3: SC 34, 342-343).
Por al encarnación de la Palabra, Dios ha hecho suya nuestra vida y nos ha redimido del pecado. Jesús es nuestro Señor y Salvador, aquel que nos ha revelado el amor de Dios vertiendo su sangre por nosotros y, entregándose por nosotros a la muerte en su cuerpo de carne, nos ha hecho hijos de Dios. El cuerpo que recibió de la Virgen María y que le hizo semejante a nosotros es el templo donde habita la plenitud de la divinidad y el lugar donde Dios se nos ha mostrado con rostro humano. Adoramos con los pastores el misterio del amor de Dios hecho carne por nosotros, y abrimos nuestros oídos a la voz humana de Dios que nos llega en el evangelio. En él Jesús habla palabra de Dios en palabras de los hombres.
Entender el mensaje de la Navidad es responder con nuestro amor al amor del Hijo de Dios hecho hombre por nosotros, y adorar su misterio de amor. Adoración de la que dimana la fuerza evangelizadora de quienes han contemplado la gloria de Dios en el portal de Belén y anuncian al mundo que, si Dios ha nacido entre los hombres, hay esperanza, porque el amor ha vencido a la muerte. Dios ha vencido todas nuestras dificultades y su solidaridad con nosotros nos enseña a amar a nuestro prójimo, cuya carne Dios la ha hecho suya. El pesebre de Belén, que tan desconcertante amor y tan grande ternura revela, nos descubre que sólo nos ha redimido el amor de Dios, llevado por Jesús al extremo de entregar su vida por nosotros. Los niños contemplan absortos la ternura del belén en el hogar, y los adultos contemplamos el misterio de amor que se expresa en sus figuras, el misterio que “en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas” (Ef 3,5): el misterio que se hace visible en la humildad de un niño que atrae las miradas de quienes le adoran absortos, y en el amor de su madre y en el cuidado amoroso de José, el padre adoptivo del Niño, que Dios puso bajo su custodia.
Que estas fiestas de Navidad nos acerquen un poco más al amor de Dios, y susciten en nosotros sentimientos de solidaridad hacia los más necesitados, entre ellos los pobres todos de la tierra, y aquellos otros que son pobres también porque no han conocido al Hijo de Dios hecho carne en la Virgen María.
S.A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, Navidad de 2011
XAdolfo González Montes
Obispo de Almería