Uno de los males más corrosivos de nuestra sociedad es la facilidad con la que juzgamos a los demás y hacemos su caricatura. Cuando lo que afirmamos corresponde a una cierta realidad se llama murmuración, pero cuando es falso se llama calumnia. La calumnia no tiene ninguna justificación, pero hay gente que piensa que murmurar es correcto.
Sin embargo, si lo pensamos detenidamente, nos damos cuenta de que el hecho de afirmar y subrayar los errores de los demás tampoco es justificable en la mayoría de las situaciones porque con frecuencia no disponemos de toda la información. Y es entonces cuando la frontera entre murmuración y calumnia se desdibuja.
Por todo esto, más que hablar en términos teóricos hay que hablar de celos, envidia, habladurías y rumorología, que son caldos de cultivo de la murmuración y de la calumnia. Estas patologías afectan a las personas, pero también dañan las instituciones sociales, económicas, políticas, culturales e incluso religiosas.
La agresión verbal nace del corazón de la persona, intoxica el ambiente y acaba por impregnar las estructuras sociales y también religiosas. Las personas que agreden verbalmente a menudo suelen ser personas poco evolucionadas y con baja autoestima que escapan de la propia debilidad personal y de las propias contradicciones.
La gente buena e inteligente normalmente se dedica a construir y crear. No pierden el tiempo ni se lo hacen perder a los demás interfiriendo en su vida. Son personas constructivas cuya aportación siempre es positiva. Suelen ser especialmente críticas en su análisis de la realidad, pero siempre buscan una alternativa a la situación.
Cuando la práctica de la agresión verbal es frecuente termina por minar la paz, la solidaridad y la armonía porque se hace muy difícil no entrar en el juego sucio. Sin embargo, la gente madura, crítica y evolucionada no entra nunca en esta dinámica, porque sabe muy bien que la agresión verbal empieza por hacer daño a los demás, pero a corto plazo acaba por volverse contra uno mismo.
Las instituciones sociales y religiosas tampoco escapan a esta trampa. Si observamos el contexto económico, político y cultural, nos damos cuenta fácilmente que, en general, no se habla bien de los demás, más bien se magnifican sus contradicciones o se difunden rumores falsos y corrosivos.
Esta práctica social también es un signo de debilidad y de falta de horizonte comunitario. Afortunadamente hay muchas personas evolucionadas que no hacen caso de la rumorología, sino que invierten su vida en la edificación de un ambiente social y unas instituciones basadas en el respeto, el diálogo y la solidaridad.
Jesús García Aiz