El sacramento de la Eucaristía y su inseparable práctica de la caridad

Diócesis de Almería
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La diócesis de Almería es una sede episcopal sufragánea de la archidiócesis de Granada, en España. Su sede es la Catedral de la Encarnación de Almería.

Carta para la Cuaresma del Vicario Episcopal para la Acción Pastoral y el Apostolado Seglar de Almería.

No habrá renovación en nuestras Hermandades y Cofradías sin la vuelta a una espiritualidad comprometida en la que la participación en la Eucaristía ocupe lugar primero y la Caridad sea expresión y exigencia del amor a Dios. Con gozo hemos de cumplir con la asistencia a Misa todos los domingos y fiestas de guardar dedicando en los días de descanso tiempo para la práctica de la caridad y el amor fraterno.

La participación en la Eucaristía y la Caridad están tan unidas que la comunidad primitiva asociaba la “fracción del pan” a la “puesta en común”. Entendían que solo hay verdadera asamblea eucarística reunida en el nombre del Señor cuando existe verdadera comunidad humana que comparte el pan de cada día. Es más, según el Catecismo de la Iglesia Católica, “la eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres. Para recibir en la verdad el cuerpo y la sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres sus hermanos” (n. 1397). ¿Cómo entrar en contacto con Dios (comunión) sin entrar en contacto con las penas y las justas aspiraciones de nuestros hermanos, especialmente los más necesitados, los más oprimidos, los más vulnerables?

La eucaristía es una comunión que implica la comunión de bienes. El pan no es solo para ser comido sino también para ser compartido. Hay que recuperar esta vertiente del domingo. Si la conformación a Cristo es fruto de la eucaristía, la atención a los más desdichados, a los pobres, a los enfermos, a los que están solos, debería ser uno de los signos más transparentes de su eficacia. La homilía 50 de san Juan Crisóstomo sobre el evangelio de san Mateo nos puede servir de resumen del sentir de la tradición de la Iglesia sobre los frutos eficaces de la eucaristía indicándonos cómo hemos de proceder: “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No lo honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis padecer de frío y desnudez (…) ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena toda de vasos de oro, si Él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que os sobre, adornad también su mesa (…) Al hablar así, no es que prohíba que también en el ornato de la iglesia se ponga empeño; a lo que exhorto es que (…) antes que eso, se procure el socorro de los pobres (…) Mientras adornas, pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro” (Obras de San Juan Crisóstomo, vol II (Madrid 1956) 80- 82).

En una hermosa homilía en Bogotá el papa Pablo VI insistía en esta identificación moral entre Cristo y el pobre. “Hemos venido (…) para rendir honor a Jesús en su misterio eucarístico El sacramento de la eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino (…) Toda la Tradición de la Iglesia reconoce en los pobres el sacramento de Cristo, no ciertamente idéntico a la realidad de la eucaristía, pero sí en perfecta correspondencia analógica y mística en ella. Por lo demás Jesús mismo nos lo ha dicho en una página solemne del evangelio, donde proclama que cada hombre doliente, hambriento, enfermo, desafortunado, necesitado de compasión y ayuda es Él, como si Él mismo fuese ese infeliz, según la misteriosa y patente sociología, según el humanismo de Cristo” (23 agosto 1968).

Se trata de volver como renovación permanente de la Iglesia y por ende de nuestras hermandades y cofradías a los primeros pasos de la comunidad cristiana donde la fe, la celebración y la vida estaban muy unidas. Recordemos las colectas que Pablo hacía para los pobres de Jerusalén o lo que escribe san Justino para darnos noticia de que en la celebración eucarística del domingo normalmente se recogían ayudas para atender a los huérfanos, viudas, enfermos, encarcelados, peregrinos y toda clase de necesitados (Cf. Apol. I, 67, Ps 6, 429). Y también san Juan Crisóstomo (Sermo 82,5) y san Agustín (Enarrat. in Ps 44,27) dan a entender que las obras de misericordia forman parte de la celebración de la eucaristía. Más recientemente el Ritual sobre el culto eucarístico fuera de la misa recoge acertadamente esta dimensión social de la eucaristía, orientada a la “promoción humana” y a la “comunicación cristiana de bienes” (nn. 109 y 111).

Recordemos la conocida expresión del gran teólogo Henri de Lubac: “La Iglesia hace la eucaristía; la eucaristía hace la Iglesia”. La eucaristía inculca aquellas virtudes sociales que son el fundamento de toda auténtica comunidad: la unión, la concordia, la solidaridad. Por eso el Concilio nos exhorta a “procurar que la celebración de la eucaristía sea el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana” (Christus Dominus 30), ya que “no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene su raíz y centro en la celebración de la sagrada eucaristía” (Presbiterorum ordinis 6).

El documento base del XLV Congreso Eucarístico Internacional, “Cristo, luz de los pueblos”, celebrado hace pocos años en Sevilla, sintetiza acertadamente todo cuanto intento transmitir a mis lectores: “El sacramento de la eucaristía no se puede separar del sacramento del pobre. La eucaristía tiene una dimensión social, lo mismo que la solidaridad humana tiene una dimensión eucarística” (n. 22). En consecuencia, al acercarme a la eucaristía no puedo desentenderme del hermano, no puedo rechazarlo sin rechazar al mismo Cristo y separarme de la unidad. El mismo Cristo que viene a mí en la comunión, es el mismo Cristo indiviso que se dirige también a mi hermano que está a mi lado. Al comulgar decimos “Amén” al cuerpo santísimo de Jesús, nacido de María y muerto por nosotros; pero decimos también “Amén” a su cuerpo místico, que es la Iglesia, es decir, a los hermanos que están a nuestro alrededor en la vida o en la mesa eucarística. No podemos separar los dos cuerpos, aceptando el uno sin el otro.

En la Última Cena, con el gesto del “lavatorio de los pies”, Jesús dejó muy grabado en los apóstoles el significado de su vida y lo que exigía de aquellos que acababan de participar en la mesa eucarística. Toda la vida de Jesús, desde el principio hasta el final, fue un lavatorio de pies, es decir, un servir a los hombres por amor. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. El servicio brota de la caridad, del ágape, y es la expresión más grande del mandamiento nuevo. “Lo que hagáis a uno de estos, mis hermanos, a mi me lo hacéis” (Jn 13, 1). La Eucaristía no es sólo un misterio para consagrar, recibir, contemplar y adorar, sino que es, además, un misterio que hay que imitar. “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? (…) También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros, porque os he dado ejemplo para que hagáis vosotros lo mismo que yo he hecho; (…) y dichosos vosotros si lo cumplís” (Jn 13,13-17).

MANUEL POZO OLLER
Vicario Episcopal

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