
El IV domingo de Cuaresma es llamado en la liturgia católica el domingo de «laetare» o de la alegría. Se denomina así por las primeras palabras de la antífona de entrada de la Misa donde se recuerda el pasaje de Isaías 66 donde se lee: «Alegraos con Jerusalén y regocijaos con ella todos los que la amáis; saltad de gozo con ella los que por ella llevasteis luto». Es una fiesta colocada a mitad de la Cuaresma para tomarnos un “refrigerio” antes de afrontar el último tramo penitencial que lleva a la Pascua.
El evangelio de este domingo IV de Cuaresma (Lc 15, 1-3.11-32) comienza con una crítica de los fariseos y los letrados a la actuación de Jesús que «acoge a pecadores y come con ellos». Jesús explica, con la profundidad y suavidad del género parabólico, su modo de proceder con la parábola del Padre misericordioso y los hijos díscolos. Esta enseñanza es una catequesis espléndida del amor sin medida de Dios Padre que “ama y perdona sin condiciones”. El amor del padre de la parábola sana y restaura a la persona herida. Es un amor que no exige contrapartidas y no humilla al que se siente arrepentido. Es un amor que confía y espera en el otro y, movido por las entrañas de misericordia, cuando lo ve a lo lejos, se conmueve y sale a su encuentro para echarse en los brazos del que se fue lejos, entre lágrimas y silencio, para significar la alegría indescriptible de la vuelta a casa y la posibilidad abierta de poder orientar de nuevo su vida. Las enseñanzas de la parábola, en las actitudes y modo de proceder del Padre, es todo un programa de acción pastoral cuyo eje trasversal necesariamente tiene que ser la misericordia.
La restauración integral del hijo menor que se fue de casa viene expresada en el texto con símbolos que superan la razón pero que son imprescindibles para vivir la alegría del Evangelio. El Padre le viste con el mejor traje, le coloca el anillo, cubre sus pies con sandalias, ordena celebrar un banquete. La fiesta, expresión comunitaria de la alegría de vivir, cobra su sentido principal en que «este hijo mío estaba muerto y ha revivido». De ahí la alegría y la fiesta. El Papa Francisco, comentando la parábola en la oración del Ángelus de 27 de marzo de 2022, decía: «¡Dios no sabe perdonar sin celebrar!».
Por el contrario, la bondad y misericordia del Padre no es comprendida por el aguafiestas del hijo mayor que no ha experimentado la fuerza curativa del perdón y vive preocupado únicamente de lo suyo incluso con mucha diligencia y empeño a la hora de cumplir con sus obligaciones pero, ahí está el quid de la cuestión, su corazón se ha ido endureciendo con el paso del tiempo y sus juicios sobre los demás se han hecho fríos como el mármol cuestión que le provoca un ataque de celos y envidia cuando ve correr a su padre en busca de aquel que, a su juicio, es un impresentable y, por su mala vida, ya no considera de los suyos. Es un hombre prisionero de los prejuicios humanos incapaz de alegrase con lo bueno de los demás. El Papa, en la catequesis que citamos más arriba, constata que, para acompañar en situaciones difíciles, «la distancia, la indiferencia y las palabras ásperas no ayudan». Muchos interrogantes brotan espontáneamente de la actitud del hijo mayor, por otra parte, tan parecido a nuestra realidad. Puede ayudarnos a reflexionar este domingo las cuestiones siguientes: ¿Me considero justificado por cumplir con mis obligaciones religiosas? ¿Me pongo en lugar del otro o soy juez implacable de su vida? ¿Me alegro con la vuelta a casa de los demás? ¿He perdido el sentido de la alegría y la fiesta?
Las comidas de Jesús, en efecto, son resumen de su misión y mensaje, imagen del reinado de Dios ya comenzado. En consecuencia, no hay duda que Jesús compartió la comida con los pobres y los últimos e hizo de su causa su programa. El teólogo J. L. Espinel escribió en su día que «Cuando los evangelios dicen que Jesús comía con pecadores, hay que entender que en realidad comía con pecadores» (La eucaristía del Nuevo Testamento (Salamanca 1980) 79.
Manuel Pozo Oller
Párroco de Montserrat