Sin necesidad de ser especialista en biología o medicina, todos conocemos la importancia que la sangre tiene para el cuerpo humano. Por ella, el oxígeno y los nutrientes que necesitamos para la subsistencia llegan hasta el último rincón de nuestra anatomía, al mismo tiempo que arrastra los elementos nocivos para la salud. Puede resultar una comparación demasiado reduccionista, pero se podría decir que el Espíritu Santo es para la vida de los cristianos lo que la sangre es al cuerpo humano.
Hoy celebramos el comienzo de la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia y, consiguientemente, sobre todos los que la conforman. Celebrar Pentecostés no es hacer memoria de un acontecimiento puntual que ocurrió hace muchos años, sino que es tomar conciencia del don continuado que nos hace Dios Padre por Jesucristo desde aquel momento. Este don que Dios nos hace puede concretarse en; libertad y vida.
Cualquier ser humano que haya mirado con seriedad su propia vida, es consciente que en su interior existe una pugna entre luz y tiniebla, bien y mal e, incluso, indiferencia, que podría ser la peor de las actitudes vitales que arraigan en la vida del cristiano. El Espíritu Santo es quien nos recuerda, constantemente, que en la cruz de Jesús, pecado y mal fueron vencidos. Y, además, hace que este recuerdo sea eficaz, esto es, aunque en el corazón de los cristianos la pugna continúe, sabemos que no somos esclavos indefectiblemente condenados a caer bajo la tentación del mal y del pecado. El Espíritu Santo nos da la libertad de elegir y la fuerza necesaria para poder vencer esas tentaciones de mal que aparecen en nuestra vida.
Además de libertad, el Espíritu Santo nos da vida. Mejor aún, nos da la vida, porque es Él quien hace posible que la vida misma de Dios anide en nosotros. Tenemos una vida física que ha sido elevada por Dios hasta hacernos partícipes de la vida divina y, por tanto, partícipes de la victoria de Cristo sobre la muerte. Es la acción del Espíritu Santo la que hace que los sacramentos que celebra la Iglesia produzcan todo su fruto. Es el Espíritu Santo el que nos hace hijos de Dios; el que hace posible que un poco de pan y de vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor y sean, para nosotros, el alimento de los que peregrinamos por este mundo; el que fortalece a los jóvenes como discípulos de Cristo; el que hace que nuestros pecados sean perdonados; las fuerzas de los enfermos, fortalecidas; el amor de los esposos, bendecido y el que hace posible que la debilidad humana se convierta en ministros del mismo Cristo en medio del mundo. Y, así, la vida de Dios que habita en nosotros, llegue a plenitud.
Victoriano Montoya Villegas