
Hasta que llegué a mi nueva parroquia bromeaba con la idea de que me había convertido en experto de “pastoral geriátrica”. Ahora, en cambio, tengo acceso a jóvenes que se interesan por la vida de fe. Uno de los principales rasgos que he observado entre los chicos, es que tienen una imagen de la masculinidad algo deteriorada. La manera en que entienden lo que significa ser hombres es bastante superficial y caótica. Como si perfumarse, ir al gimnasio o practicar algún deporte y preocuparse por el pelo fuese el máximo a lo que un hombre pudiera aspirar, además de buscar algún rollete para poder demostrar su hombría. Sin embargo, evitan todo tipo de responsabilidades o compromisos, así como todo proyecto desinteresado o trabajo en equipo por los demás.
Entiendo que las situaciones familiares en las que se encuentran son complejas y, a menudo, faltas de un referente masculino. El padre tiene una función distinta de la madre que consiste en situar al joven ante la realidad del mundo y las consecuencias, a veces negativas, de sus acciones. Nos encontramos hoy con padres que huyen de su dignidad, que tienen miedo de serlo y cuya forma de resolver es, con frecuencia, la agresividad torpe y enferma. Al parecer es una nueva tarea de la Iglesia recordar a los hombres cuál es su valor y su función, de alguna forma, retarlos. Es necesario que los hombres despierten de su amodorramiento, salgan de su zona de confort y cumplan con la voluntad de Dios para ellos. No necesitamos machirulos, necesitamos hombres, capaces de enfrentar los retos que plantea la sociedad actual.
El miedo a la grandeza de perspectiva y horizonte ha sido bautizado como complejo de Jonás, el profeta del Antiguo Testamento que, aunque huyó del plan que Dios tenía para él, tuvo que asumir lo que este le pedía. Se trata del miedo a la grandeza y el acostumbramiento a la mediocridad. Es necesario recordar que Dios nos ha llamado a la vida y él nunca se equivoca. Esta llamada significa que poseemos una riqueza inmensa que, aunque no siempre está a la vista, nos plantea el reto de descubrirla, la vocación. Que hemos sido dotados de un enorme potencial para hacer el bien, el cual frustramos cuando preferimos la comodidad del sofá o la imagen, la pereza o el narcisismo, el confort o la autocomplacencia, la queja o la desidia. Deberíamos preguntarnos: “¿quiero la grandeza o la mediocridad?”. Cercana la fiesta de san José, recuerdo que el desafío que se le presentó a él fue entrar en la obra grandiosa de Dios como padre y custodio.
Jesús Martín Gómez
Párroco de Vera