“Lo único que sabe hacer el Señor es amar”

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Misa del martes de la XI semana del Tiempo Ordinario, Octava del Corpus Christi, el 16 de junio de 2020.

Dios mío, parece que el Evangelio de hoy, igual que la Primera Lectura, continúa el de ayer, aquí el Señor nos pone delante de los ojos un ideal moral que es imposible para el hombre. Es imposible ser perfectos. Y, probablemente, tanto más imposible cuanto más empeño pongamos en serlo, en hacernos nosotros a nosotros mismos perfectos.

Hay muchas expresiones que usamos en este sentido que reflejan, sin embargo, porque vivimos en una cultura donde el hombre se hace a sí mismo; mas aun, el ideal del hombre es el hombre que se ha hecho a sí mismo. Hablamos fácilmente de “salvarme”, hasta decimos “es que ser cristiano es muy difícil”. Yo, siempre que me dicen eso, digo “no, ser cristiano no es muy difícil, es imposible”. El catecismo más antiguo nos lo recordaba desde la primera línea cuando decía “soy cristiano por la Gracia de Dios”. Es decir, la perfección no es una obra nuestra. Dios es perfecto. Lo que sucede es que el Señor nos ha creado con una apertura al Infinito, lo que es por lo tanto a la suprema Verdad, a la suprema Belleza y a la suprema Bondad, a la cual estaremos tendiendo siempre, en esta vida y en la otra, porque en la otra vida no es que termine ya nuestro camino, en la otra vida es que hemos llegado a casa; pero llegar a casa no significa que no haya nada que hacer en casa, significa que en la otra vida Dios será siempre una sorpresa para nosotros. Si en esta vida el amor y la experiencia que tenemos del amor humano es tan pequeña, tan pobre −porque somos criaturas− es tan gozoso, pues imaginaros lo que puede ser la experiencia del encuentro con la Gloria de Dios, con la belleza infinita de Su amor. Inagotable. Sencillamente, inagotable. Inagotable en la eternidad entera. Por lo tanto, no una vida de estar quietos, porque hemos terminado nuestro camino. No. Hemos terminado nuestro camino en esta tierra, pero allí iremos, como decía San Pablo en alguna ocasión, “de gloria en gloria”.

Hay que pedirLe al Señor que Él nos abra el corazón a entender. Ciertamente, la diferencia, y yo conozco a alguna familia… pongo el caso porque es muy crudo, donde los porteros de una casa en Madrid denunciaron a la familia durante los años de la persecución religiosa, o el principio de la persecución religiosa, y mataron a unos cuantos miembros de aquella familia. Cuando terminó la guerra, los que quedaban, uno de los hijos, intercedió por aquellos que habían denunciado a sus padres, para que no lo ajusticiaran, y lo volvió a colocar en la portería donde ellos vivían. Cuando uno lee las historias de los mártires de aquella persecución religiosa, como de tantas otras persecuciones que ha habido en la historia de la Iglesia, uno sabe que ellos han muerto perdonando. Han entregado su vida porque, como decía el cardenal Wyszynski, que pasó tres años en la cárcel secuestrado, sin saber ni siquiera en dónde estaban, aparecieron una noche en la residencia episcopal en Varsovia y se lo llevaron; un día después de varios meses en que le dejaron tener papel, le dejaron poder rezar el breviario y celebrar Misa, en que le habían maltratado físicamente los guardias, escribió una frase que me parece que es como este Evangelio: “Un cristiano no conoce mas que dos clases de personas: los que son hermanos suyos y los que todavía no saben que lo son”. Punto. No dijo nada más de lo que había sucedido aquel día: los que son hermanos nuestros y aquellos que se creen que son nuestros enemigos, pero que no lo son en realidad. Nosotros no tenemos más que un enemigo y es el que siembra en nuestros corazones los siete pecados capitales. Ese es nuestro enemigo. Ese es al que tenemos que temer. A los demás no, aunque puedan actuar como instrumentos del Enemigo.

Que el Señor nos ayude a comprender y a vivir, hasta donde lleguen nuestras fuerzas, la sabiduría del Evangelio. Y una idea que quiero corregir y me parece necesario corregirla, y ojalá no me hubiera entretenido tanto en esta primera parte, es la de que Dios castiga. Efectivamente, ayer el rey Ajab hizo un crimen y hoy viene el castigo de Dios, y como Ajab hace penitencia. Dios dice “no te voy a castigar a ti, te voy a castigar en tus hijos”. La historia del Antiguo Testamento es la historia de la educación de Dios a su pueblo, y empieza con prácticas muy tremendas. En el Pueblo de Israel, todavía en la época de los Jueces, antes de David, había sacrificios humanos. Y está narrado en la Escritura; que la Escritura nos da el testimonio de la memoria de Israel desde Abraham. Y el conocimiento de Dios que había en los primeros tiempos era un conocimiento muy limitado, que el Señor fue purificando poco a poco a través de pruebas muy grandes, como la prueba del exilio, cuando, después de haber prometido a David que Dios estaría en el trono de David para siempre, llegan los babilonios arrasan Jerusalén y destruyen el templo, y se lo llevan todo a Babilonia, y se llevan también al mismo pueblo de Dios, eso es una prueba enorme. Sin embargo, todo aquello llevó para purificar la experiencia de Dios, del Dios de Israel, para aprender a conocerLe mejor, para amarLe más, para comprender la naturaleza de Su amor.

Ideas que tenemos nosotros. Cuando nos va bien en la vida, según nuestros planes y nuestros criterios, Le damos gracias a Dios. Cuando nos va regular o nos va mal, o pasa algo, también se lo atribuimos a Dios. Cuántas veces he oído decir eso: “Pero qué le he hecho yo al Señor”. Yo sólo quiero deciros que Dios no castiga; que Dios no es un Dios que castiga. El infierno existe, porque somos libres, y podemos decirLe que no al Señor, pero ignoramos la infinidad y los recursos infinitos que tiene el amor de Dios para movernos, y para atraernos y para seducirnos. Dios no castiga. Para ir al infierno, hay que querer ir, hay que empeñarse en ir. Dios es Amor.

Eso es lo que hemos conocido. Las imágenes anteriores son imágenes donde se proyecto sobre Dios nuestra manera humana de ser: Dios se enfada, Dios se encoleriza, Dios responde al mal con el mal. Cosas que, si uno las piensa a la luz de Jesucristo, a nosotros nos parecen que no son dignas de Dios. Efectivamente, un Dios que castiga no es un Dios que merezca la entrega y el amor del hombre. Dios educa y para educar a veces, efectivamente, nos reprende, nos corrige… pero lo que Dios quiere es que podamos amarLe. El Antiguo Testamento tiene muchas historias como ésta. Hay algún pasaje donde dice “que Dios es un Dios misericordioso, que no castiga los pecados de los padres en los hijos, en mil generaciones”. No sólo en la tercera y en la cuarta. A nosotros nos parece que castigar en la tercera y en la cuarta es una crueldad terrible, pero, a la luz de Jesucristo, Dios es Amor. Lo único que sabe hacer el Señor es amar. Y ése es nuestro único bien y ése es el bien que hemos de pedirLe, que inunde, llene, cada vez más nuestra vida, y que informe nuestros deseos, nuestras acciones. Lo hemos pedido en la oración de la Misa de hoy: que informe todas nuestras esperanzas, nuestros pensamientos, nuestras palabras, todo.

Señor, enséñanos a amar como Tú nos amas, a perdonar como Tú nos perdonas. Enséñanos a ser más, más y más, hijos tuyos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

16 de junio de 2020
S.I Catedral de Granada

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