Homilía en las Vísperas de la Fiesta de la Conversión de San Pablo

Palabras de Mons. González Montes, Obispo de Almería, con motivo de la Clausura del Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos.

Lecturas bíblicas

Gál 1,11-2,2 (cf. Hech  9,1-22; 22,3-16) 

Queridos hermanos sacerdotes y fieles católicos,

Hermanos y hermanas de las Iglesias ortodoxa y anglicana:      

Nos congrega esta tarde el Octavario de oración por la unidad de los cristianos, y ya este oficio litúrgico que juntos celebramos es una manifestación viva de la unidad de la Iglesia de Cristo, que en ella nos reúne. A veces tenemos la tentación de pensar que somos nosotros los que, por nuestra propia voluntad, formamos la Iglesia; pero la verdad es que la que nos recuerda el Apóstol de las gentes: la Iglesia crece por la proclamación evangélica y “ni el que planta ni el que riega cuentan para nada; Dios, que hace crecer, es el que cuenta” (1 Cor 3,7).

Con estas palabras Pablo desautorizaba a quienes esgrimían con orgullo haber sido evangelizados por quienes a su juicio contaban: Pablo, Apolo, Pedro e incluso Cristo reducido por ellos a los mismos apóstoles. San Pablo censura este modo de pensar y argumenta ante los corintios: “Pues, ¿qué son Apolo y Pablo? Simples servidores que os condujeron a la fe, valiéndose cada cual del don que Dios le concedió. Yo planté y Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer” (1 Cor 3,5-6).

Este año el Octavario nos ha invitado a mirar a la Iglesia madre de Jerusalén, de la cual emanaron por medio de la predicación apostólica todas las Iglesias apostólicas, que a su vez engendraron  nuevas Iglesias, las llamadas “Iglesias subapostólicas”, fundadas y gobernadas por los varones apostólicos, desde las cuales el Evangelio se fue extendiendo por el mundo entero a lo largo del tiempo hasta nuestros días. Si se nos ha invitado a mirar a Jerusalén es porque en la ciudad santa surgió la comunidad primera de seguidores de Jesús que dieron figura social y forma histórica a la comunidad primera de la Iglesia, ya prefigurada y presente en la misma comunidad de los Apóstoles en torno a Jesús; pues, como enseña el II Concilio Vaticano, “los Apóstoles mediante el anuncio del Evangelio en todas partes (cf. Mc 16,20) (…) reúnen la Iglersia universal, que el Señor fundo en los Apóstoles y construyó sobre Pedro” (Vaticano II: Const. dogm. Lumen gentium, n. 19). Los Apóstoles entregaron a la Iglesia el depósito revelado que ha de transmitir generación tras generación, guardando siguiendo la norma de la fe, las enseñanzas apostólicas mediante cuya observancia la comunidad eclesial se mantiene fiel a la predicación de los Apóstoles.

El lema del Octavario ha sido tomado de la crónica de la Iglesia de Jerusalén recogida en el libro de los Hechos, que nos presenta a los cristianos de la Iglesia madre del modo conocido: “Todos se mantenían constantes  a la hora de escuchar la enseñanza de los apóstoles, de compartir lo que tenían, de celebrar la cena del Señor y de participar en la oración” (Hech 2,42). Es este texto el que reproduce el lema del Octavario: «Unidos en las enseñanzas de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y la oración».

Probablemente se trata de una visión más o menos ideal de aquella primera comunidad, pero en ella se hacía realidad el ideal de comunión en la forma que nos lo indica la crónica, pues san Lucas nos ha transmitido sin ocultárnoslo que este modo de vida genuinamente cristiano pronto se vio amenazado al aumentar el número de adeptos al Evangelio. El ideal, sin embargo, que representa aquella primera hora de la Iglesia madre es referencia permanente de la comunión deseada por Cristo para la Iglesia de todos los tiempos. Así lo manifiestan quienes han elaborado los textos de este año para la Semana de oración por la unidad, todos ellos representantes de las diversas confesiones cristianas presentes en Jerusalén y en Tierra Santa. Ellos nos recuerdan a todos los cristianos esta descripción de la unidad primera de la Iglesia naciente, al tiempo que realizan una apelación a la misma para que, conforme a la voluntad de Cristo, el mundo crea: “Como tú vives en mí, vivo yo en ellos para que alcancen la unión perfecta y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mí” (Jn 17,23).

Nos mantendremos en la unidad en la misma medida en que permanezcamos fieles a la enseñanza apostólica. Su contenido es el misterio pascual, propuesto por la predicación apostólica para la conversión de los hombres a Dios en Cristo. Conversión que Dios realiza por medio de la acción del Espíritu Santo unificador y santificador, que unifica conduciendo a los discípulos de Cristo a la verdad y, una vez justificados por la fe en Cristo, los santifica mediante la comunicación de la vida divina. Somos conformados con Cristo mediante el bautismo, sacramento de nuestra fe, al cual llegamos mediante la acción del Espíritu en nosotros. Es el Espíritu el que nos lleva a la confesión del nombre de Jesús como redentor y salvador de la humanidad: “Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!», si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). Es el Espíritu Santo el que nos hace conocer a Cristo como quien de verdad es, y este conocimiento de Cristo nos convierte a él como convirtió a Pablo en el camino de Damasco.

La fe en Cristo no es el resultado de la ciencia ni del voluntarismo, sino de la gracia divina acogida con humildad en el corazón del pecador que sabe, por la acción de la gracia, que la salvación llega por medio del misterio pascual de Cristo. San Pablo llegó al conocimiento de Cristo por gracia divina inmerecida e inconmensurable, pues era sobresaliente en el judaísmo, tal como él mismo confiesa: “por encima de muchos compatriotas como fanático defensor de las tradiciones de mis antepasados” (Gál 1,14). Nada impide más el hallazgo de la verdad que el fundamentalismo integrista de quienes se entregan a convicciones religiosas fanáticamente profesadas sin reparar en que Dios ha dotado de inteligencia al ser humano, para que su adhesión a la vedad revelada sea conforme con la acción de la gracia, como obsequio razonable de la fe a la verdad del Dios que revela su misterio, dando a conocer en Cristo su amor incondicional por la humanidad pecadora, a la cual Dios le ofrece la salvación por la muerte y resurrección de Jesús.

San Pablo se pudo ver vencido ante la claridad de la revelación de Cristo, visión nítida de la verdad que le descubría al mismo tiempo su obstinación pecadora en resistirse a ella, la ofuscación de su oposición a él en la persecución violen
ta a los cristianos. Sin duda alguna, podemos decir que nadie hizo tanto en aquella primera hora por dar a conocer el alcance universal de la salvación acontecida en Cristo que san Pablo, comprometido en la defensa de la verdad revelada en el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor. Sin embargo, Pablo, que había recibido de Cristo mismo la revelación de su misterio salvador, llega a ser “apóstol de las gentes” por pura gracia y benevolencia del Hijo de Dios, que hizo de él “vaso de elección”, según las mismas palabras de Cristo. Es Jesús mismo quien dice a Ananías en Damasco que es él mismo, Jesús, quien ha elegido a Pablo como “instrumento para que anuncie mi nombre a todas las naciones, a sus gobernantes y al pueblo de Israel” (Hech 9,15). Por ello, el Apóstol será siempre consciente de aquello que ha recibido por gracia y que le equipara a los demás apóstoles, aun cuando se considera el último a quien Jesús resucitado se ha aparecido, “como si se tratara de un hijo nacido fuera de tiempo” (1 Cor 15,8), por haber perseguido a la Iglesia.

Pablo sabe de un modo personal y biográfico cómo su propio pasado le ha enseñado que no debe correr en vano, que ha de guardar la comunión apostólica en la cual él mismo ha sido integrado el último de todos. En la controversia con los judaizantes que quieren imponer la circuncisión a los cristianos venidos del paganismo, san Pablo acudirá a Jerusalén para comprobar la condición y naturaleza apostólica de su propia predicación de Cristo. En crónica biográfica dice a los Gálatas que fue a Jerusalén “a impulsos de una revelación divina, y en privado comuniqué a los dirigentes principales el mensaje evangélico que anuncio entre los no judíos. Lo hice par que no resultara que tanto ahora como antes estuviera afanándome inútilmente” (Gál 2,2).

Queridos hermanos y hermanas, volvamos nosotros nuestra mirada a Jerusalén y veamos si somos fieles a la herencia apostólica, plasmada en la comunión eclesial que se nos propone como ideal cristiano. La oración que hacemos unidos dará sus frutos, si estamos todos dispuestos a una fidelidad humilde a la enseñanza de los Apóstoles. Hemos caminado mucho trecho en estos años últimos unos al encuentro de los otros, sostenidos por la gracia de Dios. Que sepamos acogerla cada vez con mayor voluntad de fidelidad y compromiso con la verdad revelada en Cristo que se nos impone en todo su esplendor, porque Cristo mismo es la verdad de Dios Padre y nuestra conversión a él cada vez más plena y perfecta nos llevará hasta la unión con el Padre en Cristo por medio del Espíritu unificador y santificador. La santa Trinidad de Dios es el origen de nuestra unidad y su consumación, porque la unidad de la Iglesia emana y se realiza en la comunión del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, a quien sea dada la gloria por los siglos. Amén. 

Catedral de la Encarnación      

Almería, a 25 de enero de 2011      

Fiesta de la Conversión de San Pablo 

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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