En la Misa o Cena del Señor el pueblo de Dios es congregado, bajo la presidencia del sacerdote, que actúa en la persona de Cristo, para celebrar el memorial del Señor o sacrificio eucarístico. De ahí que en la Eucaristía se realice aquella promesa de Cristo: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Lo primero que hemos de entender es que la Eucaristía es la presencia de Cristo entre nosotros hasta el fin del mundo. Pues en la celebración de la Misa, en la cual se perpetúa el sacrificio de la cruz, Cristo está realmente y verdaderamente presente. En efecto, está realmente presente: a) en la misma asamblea congregada en su nombre, b) en la persona del ministro, c) en su palabra y d) ciertamente de una manera sustancial y permanente en las especies eucarísticas.
La Misa podemos decir que consta de dos partes: la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, tan estrechamente unidas entre sí, que constituyen un solo acto de culto, ya que en la Misa se dispone la mesa, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo. Otros ritos abren y concluyen la celebración.
La Palabra de Dios y el misterio eucarístico han sido honrados por la Iglesia con una misma veneración, aunque con diferente culto. La Iglesia siempre quiso y determinó que así fuera, porque, impulsada por el ejemplo de Cristo, el Señor, nunca ha dejado de celebrar el misterio pascual de Cristo, reuniéndose para leer “todos los pasajes de la Escritura que se refieren a él” (Lc 24, 27) y realizando la obra de la salvación por medio del memorial del Señor y de los sacramentos. De hecho Palabra y Sacramento están unidos: “la predicación de la palabra se requiere para el ministerio mismo de los sacramentos, puesto que son sacramentos de la fe, la cual nace de la palabra y de ella se alimenta”.
Espiritualmente alimentada en estas dos mesas (la Palabra y el Sacrificio), la Iglesia, en la liturgia de la Palabra, se instruye más, y en la liturgia eucarística, se santifica más plenamente; pues en la Palabra de Dios se anuncia la alianza divina, y en la Eucaristía se renueva esa misma alianza nueva y eterna. En una, la historia de la salvación se recuerda con palabras; en la otra, la misma historia se expresa por medio de los signos sacramentales de la liturgia.
Por tanto, conviene recordar siempre que la palabra divina que lee y anuncia la Iglesia en la liturgia conduce, como a su propio fin, al sacrificio de la alianza y al banquete de la gracia, es decir, a la Eucaristía.