Un «credo político» (resumen)

«Un día, hace años y creo que cerca de unas elecciones, en una convivencia de familias jóvenes, uno de los maridos me preguntó: ‘¿Cuál es su credo político?’. Recuerdo que le dije que la palabra «credo» me parecía algo fuerte para una realidad tan prosaica y tan de bajo nivel como la política, aunque ese comentario no era justo». Nueva entrada en el blog «Ciudad de Dios y de los hombres» (disponible en www.arzobispodegranada.es), con un artículo de Mons. Javier Martínez, Arzobispo de Granada.
Un día, hace años y creo que cerca de unas elecciones, en una convivencia de familias jóvenes, uno de los maridos me preguntó: «¿Cuál es su credo político?» Recuerdo que le dije que la palabra «credo» me parecía algo fuerte para una realidad tan prosaica y tan de bajo nivel como la política, aunque ese comentario no era justo. La política real, tal como funciona y como es, puede estar muy corrompida, y hasta ser una forma de telebasura; puede ser algo que no tiene ningún misterio, porque las pasiones humanas no tienen ningún misterio; pero eso no es la política como podría o como debería ser. La política, en efecto, en cuanto acción supremamente humana, como el amor o como la familia, o como el trabajo y el comercio, pueden estar guiados sólo por ciertas pasiones, pero entonces se terminan destruyendo a sí mismos. Para no destruirse necesitan un horizonte grande, que tiene que ver con el destino del hombre, que es, en definitiva, religioso. Ese horizonte está siempre ahí, aunque se desprecie. Porque quien no cree en Dios cree en el mercado o en cualquier otro ídolo que, como pasa siempre con los ídolos, termina devorándole. Bernanos escribía en algún sitio que los políticos que se burlan de la moral debieran recordar que viven, literalmente, de la moral de los demás.

Mi interlocutor tenía razón, pues, y la palabra credo es la apropiada. Toda política, como toda acción verdaderamente humana, se apoya en un credo. Nace de un credo. La cuestión decisiva, entonces, es la de saber si el credo que sostiene la política que hacemos o que sufrimos —porque TODOS la hacemos y todos la sufrimos— es un credo con alguna garantía de verdad, si es fiable y hasta qué punto, y cuáles son sus credenciales. No vamos a entrar aquí en eso, porque nos obligaría a desmontar la mitología de la modernidad, y eso es una labor ardua y prolongada (que hay que hacer, que es muy urgente hacer, pero que no puede hacerse hoy aquí). Con respecto a la fe cristiana, lo de un «credo» es importante entenderlo bien. No se trata de unas ideas o de unos sueños sobre cómo tendría que ser y cómo tendría que regirse una sociedad. Eso es lo que la mayoría de la gente entiende por «credo»: la formulación de unas «creencias», y las creencias, como los «valores», tienden a ser vistos como el fruto de una elección subjetiva, como el resultado de una preferencia. Lo que tiene el mismo valor, más o menos, que el ser hincha del Betis o del Real Madrid o del Barça.

Sí, la política tiene que ver con la fe, pero no hay que olvidar que la fe cristiana es la adhesión a un acontecimiento que se hace presente y se evidencia a sí mismo en la vida de un pueblo, que es la Iglesia. Es adhesión a Cristo en la Iglesia. En este sentido, la fe cristiana es una experiencia histórica, en todos los sentidos de la palabra «histórica»: en cuanto adhesión a un acontecimiento que tuvo lugar en un momento del tiempo («bajo Poncio Pilato»), aunque abraza en sí todos los tiempos, y en cuanto acontecimiento presente, en cuanto experiencia de Cristo vivo en la Iglesia, que cambia la vida y la historia, que las reorienta y las conduce a quien es su origen y su plenitud. Esa experiencia está marcada —desde el principio— por la traición y el pecado, pero está mucho más marcada todavía por la fidelidad y la misericordia eternas de Cristo, y por la santidad de una multitud innumerable de santos, canonizados y sin canonizar. Una política cristiana es siempre una política de conversión, de gratitud a la gracia que hace posible esa conversión, de humanidad transformada y renovada por Cristo, de barreras y divisiones obra del diablo (el «diablo» es el que divide, el «dia-bolos») que la cruz gloriosa de Cristo ha hecho saltar por los aires. La Iglesia es el pueblo que nace de esa cruz y de la mañana de Pascua, y que se hace pública como «nación hecha de todas las naciones» en la mañana de Pentecostés.

Hacer un resumen de mi» credo» político era una invitación a comparar esa experiencia con las opciones políticas que están en el mercado (o que estaban entonces, porque hoy habría que añadir alguna más…) ¿O tal vez no?¿Representa «Podemos» o «Juntos Podemos» —que yo creo que fue un lema de hace años en alguna campaña de Cáritas o de Manos Unidas— una verdadera novedad, o es simplemente una gestión oportunista y momentánea del descontento o de la indignación de muchos, especialmente de los jóvenes, hartos de la monotonía de una política sin entrañas, sin alma y sin corazón? Yo creo que es esto último, y que los responsables primeros de que una cosa así pueda nacer y crecer somos quienes no ofrecemos sino «más de lo mismo» a ese descontento y a esa indignación, pero eso también tendrá también que ser tema de otro día).

Es evidente que mi respuesta hablada no estaba tan articulada entonces como ahora, al escribir. Y aunque básicamente lo que escribo es en lo esencial lo mismo que lo que dije, hay innumerables detalles (y alguna cosa importante) que ha sido modificada y enriquecida como fruto de conversaciones y discusiones con mis amigos. Voy a empezar presumiendo de aquello que, a primera vista y en mi ambiente, parece más políticamente incorrecto.

Lo que menos gusta en el vocabulario político al uso es que le llamen a uno conservador. Probablemente, después de «fascista», es el insulto más recurrido de la lista. Justo por eso, me dan muchas ganas de decir que lo soy, y no por masoquismo, sino porque estoy convencido de que ese vocabulario está tan cubierto de máscaras —y de trampas— que hay que desconfiar de entrada de que ninguna palabra de ese vocabulario signifique lo que espontáneamente parece significar. Sí, soy conservador —le dije entonces a quien me había preguntado—, porque creo que hay algunas cosas —no muchas, es cierto—, por las que vale la pena arriesgar la vida y luchar en orden a que no se pierdan y las olviden por entero las generaciones que nos seguirán. Y eso es lo que la mayoría de la gente entiende cuando se habla de ser conservador. Aunque en realidad, si se piensa un poco, no puedo ser conservador. Un cristiano no puede ser conservador. Se conservan las cosas muertas, como los mejillones o las sardinas. Se conservan enlatadas o en aceite o en grasa. Las cosas vivas se acogen, se cuidan para que crezcan, se aman. Repito que amo tanto algunas cosas vivas como para creer que valga la pena arriesgar la vida por ellas. Una de ellas, la más importante, es la vida de la Iglesia, esto es, el lugar de la memoria y del don sacramental de Cristo. El lugar —humano— de la memoria de Cristo, de su presencia viva y de sus promesas
. Para esa vida vale lo del Salmo: «tu gracia vale más que la vida». Porque ahí está la clave que hace posible una humanidad plenamente humana. Igualmente trato de que permanezca en la sociedad en la que vivo el sentido de la misericordia y del perdón, el amor por los pobres y los pequeños, el aprecio por la dignidad de la vida humana —y especialmente la de la mujer—, el gusto por el trabajo bien hecho y hecho en común, la experiencia de comer y beber juntos, de cantar y reír juntos, de asociarse libremente y de vivir en comunidad. A riesgo de que parezca un juego de palabras, no trato de «conservar» (o de poner en conserva) esas cosas que amo. Porque son ellas las que «conservan» a mí. No, no me conservan. Son ellas las que me dan la vida, y las que traen al mundo la vida y la alegría.

¿Tradicionalista? También sí y no. Acabo de decir que amo por encima de todo en este mundo la vida de la Iglesia. También podría haber dicho, con el mismo significado y por los mismos motivos, la «tradición» de la Iglesia. En esa tradición, de la que es garantía la sucesión apostólica, no se me dan ante todo «costumbres» o «reglas» o «ritos». Se me da a Cristo, vivo en su Palabra y activo en sus sacramentos y en la comunión de la Iglesia. Se me da una vida. Se me da la fuente eterna de toda verdadera novedad, un comienzo siempre nuevo, siempre fresco como el primer día de la creación. Se me da siempre la infinita misericordia de Dios, y con ella, la posibilidad siempre de un nuevo comienzo, hasta en la noche más negra.

La verdad es que la negación modernista de la tradición en función de una supuesta libertad ha sido uno de los procedimientos retóricos más tragicómicos de los siglos recientes, pero está pasada de moda. Donde queda algo de pensamiento vivo, hoy se sabe muy bien que no hay conocimiento alguno, que no hay siquiera lenguaje, que no hay saber ni sabiduría, ni arte ni artesanía, en ningún sentido valioso y noble que puedan tener esos términos, sin una tradición. Por eso la retórica contra la tradición es genocida. Si alguien me pregunta quién soy, sólo puedo responder contando una historia. Una historia pequeña, la mía, la de mis padres y la de mi familia, y una historia grande, en la que se inserta la pequeña y que da sentido a la pequeña. Y si no tengo historia que contar, literalmente, no soy nadie. En el «melting pot» del capitalismo global (y en otros experimentos anteriores no menos arriesgados que la modernidad ha hecho con seres humanos), exactamente igual que en el estalinismo, se ha tratado y se trata de que la persona no tenga historia, ni raíces, ni una tierra sobre la que crecer y hacer crecer, y en la que descansar. Eso sí que es «el fin de la historia», y no en el sentido de Francis Fukuyama, sino en el de Philippe Muray. El fin de lo humano. La transformación de la humanidad en hormiguero laborioso (con su otra cara, la del turista en busca del Paraíso perdido sin saber siquiera que lo busca).

Pero no es evidente que quienes se las dan de tradicionalistas o de amantes de la tradición piensen la tradición así. Por lo general, o al menos con mucha frecuencia, quienes dicen defender la tradición se agarran sólo a sus posos, a restos más o menos fósiles de una tradición ya muerta o en situación terminal. Siempre me ha llamado la atención que muchos de quienes han defendido o defienden unas formas de la liturgia que consideran «más tradicionales», por lo general defienden unas formas de la liturgia que provienen del barroco más decadente o del siglo diecinueve, más decadente aún. Algo parecido pasa en la teología… Y a quienes redescubren la tradición en sentido fuerte se les tacha de modernistas… Y lo mismo pasa en otros ámbitos, como el de la comprensión del matrimonio y de la vida familiar, o en el de las costumbres en general. Lo malo es que cuando ya se ha perdido la memoria de la tradición y de las formas exteriores que la expresaban y la comunicaban, cuando ya se ha perdido el secreto de su lenguaje, y sin embargo, se siente la necesidad de volver a ella para salir del caos, aquello a lo que se vuelve con frecuencia son esas formas degeneradas de la tradición que —absolutamente incapaces de conmover verdaderamente a nadie—, son precisamente una de las causas principales del caos. Es como querer curarse de la adición a la cocaína con la metadona. Es un círculo vicioso, infernal, en el que los tradicionalistas son tan enemigos de la tradición como los que tratan explícitamente de acabar con ella. Tan enemigos o más, porque al menos estos últimos no engañan ni escandalizan a nadie.

Amo la libertad más que los liberales, porque sé para que sirve y en función de qué nos ha sido dada. La libertad no es una meta final, no es un absoluto, no es un fin de sí misma. Es una condición, indispensable para que la vida humana sea verdaderamente humana, pero es sólo una condición. La libertad es sólo una capacidad, un medio para alcanzar nuestro fin, que es el amor. Estamos hechos para el amor. Porque estamos hechos para Dios, y Dios es Amor. Y el amor sólo puede ser dado y recibido libremente. Cuando esa capacidad se ejercita adecuadamente, produce hombres libres, hombres verdaderos. Esto significa que la libertad, al igual que la razón y el afecto, tiene que ser educada. Puede ser educada. Y no tanto mediante prohibiciones cuanto siendo ayudada por la inteligencia a reconocer su objeto. Porque no estamos hechos para cualquier amor, por supuesto, o para cualquier objeto que satisfaga momentáneamente nuestra necesidad de ser amados, o que dé la impresión de satisfacerla, sino para un Amor infinito, que sólo nos puede ser dado como gracia. Lo repito, estamos hechos para Dios, que es Amor, Amor infinito, infinitamente gratuito e incondicional, del que participan en distinto grado todos los amores creados. Nuestra plenitud es amarle sobre todas las cosas, esto es, acoger su amor y participar de ese amor en todo lo que hacemos en la vida. Y eso, al igual que sucede con cualquier amor humano, no es posible sino en libertad. Pero cuando la libertad se endiosa, cuando es lo último y no hay nada detrás de ella más que ella misma, entonces la libertad se destruye a sí misma. Una paradoja igual que aquella otra: «Summum ius, summa iniuria». La libertad endiosada no produce hombres libres, sino sólo esclavos de los instintos más bajos, o adictos a cualquier cosa, incluso a los culebrones o a un «reality show».

Quiero que la sociedad en la que vivo tenga espesor social, y lo quiero y lo deseo, creo, tanto o más que algunos socialistas que conozco, y desde luego, mucho más que los programas mal llamados socialistas que conozco y que las políticas mal llamadas socialistas que padezco. Porque el socialismo —que, dicho sea de paso, nació en la Iglesia casi como un movimiento de conversión frente al individualismo y al utilitarismo y l hipocresía de la sociedad «burguesa» deja a la sociedad ser ella misma, y se alegra de que en ella los hombres se organicen y se unan libremente, y no sólo ni principalmente para protestar y para destruir, sino sobre todo para construir. Es construyendo juntos como se tiene la experiencia de lo que es un «compañero», y cuando muchas familias y muchos pueblos empiezan a tener esa experiencia gozosa de construir juntos algo bello, nace una sociedad, nace un pueblo. Un pueblo que celebra fiestas no
subvencionadas y que baila, ora, canta y da gracias por la vida, y por la esperanza cierta de la vida eterna. Ese ideal del «espesor» de una sociedad, que es —o era en los viejos tiempos— el ideal socialista, es un préstamo directo de la vida de la Iglesia traducida en el orden temporal, pero no se parece en nada a la realidad de un socialismo ácido que colabora ansiosamente con los grandes business en la atomización total y en la destrucción de la sociedad en cuanto sociedad. Un ejemplo precioso de ese socialismo al que yo me apunto sin vacilar es ese manifiesto socialista que es el Marcel de Charles Péguy. (1)

Me gusta la comunidad y la vida de comunidad, de la que tengo una bellísima y larga experiencia, de muchos modos y maneras. Sí, me gusta la comunidad «más que a un tonto una tiza», como se dice. Sé que sin comunidad no hay vida humana feliz en sentido pleno, ni crece en un grupo humano la sabiduría o el gusto por la vida. También sé los sacrificios que entraña la vida común y la comunidad, y los asumo, no por amor a lo difícil ni por masoquismo, sino porque esos sacrificios, inteligente y libremente asumidos, son una condición para salir de uno mismo, para aprender a amar, para dar lugar al bien común que es la comunión, el rasgo característico de la vida divina. Si eso es ser comunista, yo soy comunista. Me gusta la vida común mucho más que a quienes todavía se llaman «comunistas», que, sea cual sea su retórica, son partidarios de un capitalismo de estado, en que la sociedad es sustituida por el aparato del estado, y que hasta han sustituido la palabra «comunidad» por la de «colectivo», y no parecen tener ya la menor idea de lo que es, ni una comunidad ni el bien común.

Populismo y pueblo. Hoy se habla mucho de populismo. El populismo debe ser una metáfora para referirse a otra cosa, porque si hay algo claro en el populismo, es que requiere por encima de todo que no exista un pueblo. El populismo sólo crece sobre las ruinas de un pueblo que ha dejado de existir en tanto que pueblo, como las ratas crecen en los basureros o mandan en un barco que se hunde. El populismo es el arte —que no necesita arte ninguno— de manipular a las masas, que es lo que queda de las comunidades humanas cuando las comunidades humanas han desaparecido (o casi), cuando ya no hay pueblo. La Iglesia es un pueblo, el pueblo de Dios, aunque dos siglos de colonización «ilustrada» hayan intentado (y casi hayan logrado) reducirnos también a una «masa» anónima de gente, sin definición ni identidad u organicidad propia ni visibilidad alguna, o una suma de «individuos» que comparten (más o menos) algunas «creencias» extrañas, algunos valores volátiles (que serían los mismos de todo el mundo, y que además no necesitarían de tales creencias para cultivarse), y ciertas costumbres periclitadas, como la de enamorarse y casarse y tener hijos sin pedirle permiso al caudillo, «alma» del pueblo encarnada en un buen paquete de publicidad. Creo que esta claro que amo al pueblo: la Iglesia es un pueblo, un «pueblo hecho de todos los pueblos», como decían los antiguos cristianos en Oriente, el pueblo de Dios, la familia de los hijos de Dios dispersos, y reunidos de nuevo por la Preciosa Sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo. Amo a es pueblo, y pido al Señor que nada me retraiga de servirle, lo mejor que sepa y pueda. Con «temor y temblor», pero sé que mi vida le pertenece, que si soy algo es porque soy miembro de ese pueblo y en tanto que soy miembro de ese pueblo. Me siento profundamente agradecido de serlo.

Y creo que es bueno tener en el cuerpo un par de gotas de sangre anarquista. No para favorecer la anarquía, no, por amor de Dios. Sino para defenderse y resistir y no morir aplastado en el diluvio de la propaganda. Para no «comulgar con ruedas de molino», como se decía antes. La política, como el amor, es algo lo suficientemente precioso como para que sea a la vez sumamente arriesgado y peligroso. Siempre lo ha sido, lo mismo que el amor. Y no hay ni habrá sistema ni fórmula capaz de evitar los riesgos que entraña. Por poder, como por amor, hombres y mujeres roban, matan, sacrifican la vida. Eso ha sucedido siempre. Pero dado que la política ha dejado hace siglos de ser un arte y una vocación, para convertirse en una mera profesión, y dado que la primera destreza de un político profesional hoy es la de manipular a las masas, hay una desconfianza con respecto a los políticos que es social y políticamente saludable. No sólo saludable, sino imprescindible para la supervivencia de una sociedad. Cuando cualquier cantamañanas con dinero suficiente como para disponer de un excelente departamento de comunicación (incluidas las redes sociales, puede escalar todos los grados de la administración pública, es un signo de salud empezar a protegerse, a resistir.

Alguien podría decir aquí que la tradición cristiana se ha caracterizado siempre por el respeto a la autoridad. De acuerdo. No sólo de acuerdo, sino por supuesto. Sí. Pero hay que hacer ahí un par de distingos. En primer lugar, hay que distinguir cuidadosamente entre la autoridad y los políticos (aunque en muchos casos las personas coincidan). La autoridad, en cuanto autoridad, merece respeto. Aunque cuando el poder es tan grande como el que tienen los gobernantes de hoy (sobre la opinión, sobre las conciencias), tampoco hay que pasarse en eso del respeto. El justo ya está bien. El político, en cuanto persona, merece todo el respeto que merecen todas las personas, esto es, el mismo que cualquiera de sus eventuales súbditos. Pero el político, en cuanto político (y aunque ejerza la autoridad), sólo merece el respeto que se haya ganado y se merezca. Y ni una gota más. Por caridad y por respeto precisamente a aquellos a los que tiene que servir o a los que quiere servir. La segunda distinción fundamental —en nuestro contexto contemporáneo de forma especial, dadas las experiencias del siglo veinte—, es la conciencia de los límites de la autoridad, que es preciso recordarles a los políticos casi constantemente. No es la sociedad la que está a sus pies, ni a su servicio, son ellos los que están al servicio de la sociedad y de las personas, y de las familias. No es la sociedad la que está en deuda con ellos, son ellos los que tienen una deuda permanente con la sociedad, ya que es la sociedad la que les mantiene, y sobre todo las clases trabajadoras, aunque sea a la fuerza y por imperativo legal. En cuanto los «servidores públicos» se empiezan a considerar los dueños del cortijo, en cuanto tienden a entender su misión como la de «educar» al pueblo, o a dar la impresión de que son sus salvadores, o de que su principal misión es «mandar» y la de los demás obedecer, hay que ponerse en guardia. Hay que iniciar la resistencia. Por amor al bien común. Por sentido social y en defensa de los pobres (esto es, de casi todos). El fantasma de Goebbels anda escondido por ahí, acaso más vivo que nunca, en algún Departamento de Innovación y Nuevas Tecnologías.

¿Qué cómo se casan todas estas cosas, algunas de las cuales se nos venden siempre como incompatibles y radicalmente opuestas entre sí? Cómo podrían casarse en la abstracción de una teoría política no tengo la menor idea. Se casan de hecho, por obra de la gracia, en la vida de la Iglesia cuando la Iglesia está sana. Se casan en la v
ida de los santos. En ese pueblo de santos que la Iglesia es y está llamada a ser, pero que —domesticada y sustituida en su adhesión fundamental por cualquiera de los fragmentos o ideologías que acabamos de mencionar (las «ideas cristianas que se han vuelto locas» de que hablaba Chesterton)— corre el riesgo de desaparecer en nuestras sociedades como tal pueblo dotado de esa identidad por Cristo y por el Espíritu Santo.

En realidad, bastarían dos palabras: «Soy cristiano». El catecismo decía: «Soy cristiano por la gracia de Dios».

+ Francisco Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Julio del año 2016

 

(1) Charles Péguy, Marcel. Primer diálogo de la ciudad armoniosa. Nuevo Inicio, Granada, 2007.

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