«Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt. 8,20).
Evangelizar es, ante todo, comunicar un hecho. Naturalmente, se transmite un mensaje cuando se evangeliza. Pero si ese mensaje no es transmitido por personas concretas, el mensaje mismo pierde significación. La experiencia que comunicamos es una experiencia de alegría, la alegría de sabernos amados por Dios. La alegría que experimentamos es tan grande, es tan honda, es tan fuerte, que no nos podemos callar: es algo que tiene que ser comunicado. La alegría es siempre social y comunicativa.
Esta comunicación de una experiencia tan viva la hacemos a través de gestos y palabras. Ciertamente, evangelizar supone hablar, comunicar a través de palabras, un contenido con un mensaje. Pero sabemos también que no hay evangelización sin gestos, sin compromiso, sin práctica. Al mismo tiempo, es honrado decir que se trata de una relación asimétrica. La palabra evangelizadora, sin un gesto que la respalde, es una palabra mentirosa.
En esta aldea global en la que se ha convertido nuestro mundo, el gran interrogante que nos viene de nuestro ser cristiano es ¿cómo decirle al pobre y al alejado que Dios le ama? Ésa es una pregunta importante, nada fácil, por cierto, de responder. ¿Cómo encontrar caminos para decírselo? Quisiera adelantar que esta pregunta es más grande que las respuestas que somos capaces de dar. Pero, al mismo tiempo, creo que es legítimo buscar.
Hoy más que nunca, es urgente, nos lo recuerda con insistencia el papa Francisco, una cultura del encuentro, de la integración, de la concordia. Está claro que no podemos dejar sin hogar a las familias, a los chicos. Ningún niño puede ni debe crecer y madurar solo, abandonado de un entorno favorable. Necesitamos «reconstruir la aldea» para que ningún niño ni joven crezca en soledad. No los podemos dejar a la intemperie, no pueden crecer desprotegidos a merced de un mundo en el que prevalece el culto al dinero, a la violencia y al descarte, un mundo instalado en la cultura del descarte, donde lo que no sirve, se tira. Se descartan los niños porque no se les quiere; se descartan los ancianos, instalándose un sistema de eutanasia encubierta; descartan también a los jóvenes sin oportunidad de trabajar, se descarta una generación de jóvenes. Tenemos que protegerles de un sistema financiero en cuyo centro ya no está la persona, sino el dinero.
También Jesús vivió históricamente la cultura del descarte y del desecho. «La piedra que desecharon los arquitectos…», «lo empujaron fuera de la viña…», pero el amor de Dios es más fuerte que la injusticia y la muerte, y nos invita a crear redes que quieren ser auténticos lugares de encuentro en el que lo verdadero, lo bueno y lo bello se den en su justa armonía. Una «aldea» que ofrezca a los sin hogar un presente de paz y un futuro de esperanza.
José Antonio Sánchez Herrera
Vicepresidente Fundación Victoria