
Parece que la tengo tomada con las redes sociales, pero más bien todo lo contrario, me encantan las redes sociales. Hasta me he tenido que poner un temporizador que me avisa cuando paso demasiado tiempo en Instagram. Las redes encuentro mucho tiempo de entretenimiento y chistes fáciles, normalmente muy “funables”, que compartir con mis contactos.
Uno de los fenómenos más llamativos es lo bonito o aesthetic que se ha vuelto nuestro cristianismo. Me doy cuenta de muchos usuarios que comparten sus experiencias en grupos, sus testimonios o sus adoraciones en capillas sacadas de las mejores revistas de decoración. Hay marcas de ropa indicadas especialmente para creyentes y estéticas concretas que señalan a qué porción del pueblo de Dios perteneces. Si eres hakuner, cofrade, AC+, vas a misa tradicional o te has apuntado al último retiro de primer anuncio de moda… seguro que tus publicaciones, tu entorno o tu música responden a un estereotipo.
Se trata del tan necesitado sentimiento de pertenencia y no hay que darle mayor importancia, pero ¿hasta qué punto se pone el énfasis en la estética o la experiencia en lugar de primar la relación con el Señor? Pasar el tiempo con el Señor a veces no se ve bonito. No es capturar la imagen perfecta para publicar en nuestra cuenta o dar nuestro testimonio exponiendo nuestra intimidad. Nuestra relación con Él se basa en el tiempo en que lo buscamos por quién es y no en los likes que puede reportarme. Las apariencias pueden llevarnos a engaño, hacernos parecer quiénes no somos, disimulando una piedad o proyectando una imagen. Pero entonces ¿agradamos a Dios o a los demás?
Pensemos bien, si realmente, no convendría invertir el tiempo que perdemos en hacer la foto o en preparar nuestro testimonio en directo en vivir hacia dentro forjando nuestra relación con Dios en el corazón. Lo importante es que nadie debería saber lo que pasa allí, porque es una cosa de dos, Dios y tú.
Jesús Martín Gómez
Párroco de Vera

