Homilía de Mons. José Ángel Saiz Meneses en la ordenación diaconal de Cristian Rodríguez, Pablo Bernal, Erson Rosario da Cruz, José Manuel Ruiz, Alberto Torres y Pablo Noguera. Catedral de Sevilla, 20 de septiembre de 2024. Lecturas: Jer 1, 4-9; Sal 22; 1 Pe 4, 7b-11; Jn 15, 9-17.
- “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones” (Jer 1, 5). Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración: Hermanos en el episcopado, rectores y formadores de nuestros Seminarios, Consejo Episcopal, Cabildo de la Catedral, presbíteros, diáconos, seminaristas, miembros de la vida consagrada, miembros del laicado, hermanos todos en el Señor. Queridos Cristian, Pablo Bernal, Erson, José Manuel, Alberto y Pablo Noguera, que hoy recibiréis la ordenación diaconal. Saludo a vuestras familias, que os acompañan en un día tan señalado, las aquí presentes y las que siguen la celebración a través de los medios de comunicación. En esta santa Iglesia Catedral el Señor regala a su Iglesia que peregrina en Sevilla seis nuevos diáconos.
- “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones” (Jer 1, 5). La vocación es iniciativa gratuita de Dios, que precede, acompaña y sostiene; no es fruto de un proyecto humano o de una estrategia organizativa; en su realidad más profunda es don de Dios, iniciativa misteriosa del Señor, que entra en la vida de una persona y la cautiva con la belleza de su amor, y suscita una entrega total y definitiva. Jeremías tiembla ante su pequeñez —“¡no sé hablar, soy un muchacho!”—; pero el Señor le dice: “Yo pongo mis palabras en tu boca”. Queridos hermanos, vuestra historia vocacional tiene también capítulos de entusiasmos y de pruebas, pero no hay que temer: el que llama, capacita. El Salmo 22 nos confirma en la confianza del Buen Pastor, que guía, apacienta, unge, conforta. San Pedro nos exhorta a que cada uno ponga el carisma recibido al servicio de los demás (cf. 1 Pe 4,7b-11)
- En el Cenáculo, el Señor revela el corazón del discipulado y del ministerio, que consiste en permanecer en su Amor. El criterio no es la eficacia mensurable, sino la comunión: “Sin mí no podéis hacer nada… Permaneced en mi amor… para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca”. El mandamiento nuevo —“que os améis unos a otros como yo os he amado”— es el alma del diaconado. Amistad con Cristo y amistad con los hermanos: permanecer en el Señor os hará permanecer en la vida concreta de la gente, especialmente de los pobres. La caridad organizada de la Iglesia no es opcional; forma parte de su ser y fue custodiada, desde los orígenes, por diáconos como san Lorenzo, que consideró a los pobres el tesoro de la Iglesia.
- Permitidme detenerme en los gestos que dentro de unos momentos viviréis. La Iglesia os llama por vuestro nombre, y respondéis “Presente” y os acercáis al Obispo: es la Iglesia quien elige y el Señor quien consagra. Seguidamente, haréis promesas: consagraros al servicio de la Iglesia, colaborar con el Orden sacerdotal con humildad y amor, vivir el misterio de la fe con alma limpia, observar el celibato “por causa del Reino”, custodiar el espíritu de oración y celebrar fielmente la Liturgia de las Horas, e imitar siempre el ejemplo de Cristo, cuyo Cuerpo y Sangre serviréis con vuestras manos. Después, toda la asamblea invocará a los santos en la Letanía; vosotros os postraréis en el suelo, pobres ante Dios y sostenidos por la comunión de la Iglesia celestial.
- Inmediatamente viene el núcleo sacramental: la imposición de manos del Obispo y la Plegaria de Ordenación, en la que suplicamos: “Envía sobre ellos, Señor, el Espíritu Santo, para que, fortalecidos con tu gracia de los siete dones, desempeñen con fidelidad el ministerio”. A continuación, seréis revestidos con la estola al modo diaconal y la dalmática, manifestando visiblemente el servicio que ejerceréis en la liturgia, y recibiréis el Libro de los Evangelios con estas palabras que resumen vuestra identidad: Recibir el Evangelio de Cristo, del cual habéis sido constituidos mensajeros; convertir en fe viva lo que leéis, enseñar lo que habéis hecho fe viva, y vivir lo que enseñáis. Finalmente, con el beso de paz se completa vuestra incorporación al orden de los diáconos de esta Iglesia particular.
- A partir de hoy debéis ser de un modo especial hombres de la Palabra, del Altar y de la Caridad. Meditad la Palabra de Dios; estudiad con rigor; predicad con unción y autenticidad. La Iglesia os confía proclamar la Sagrada Escritura al pueblo, instruir y exhortar, y evangelizar con obras y palabras. No podemos caer en la superficialidad o la improvisación; dejad que la Palabra primero os transforme el corazón, os convierta, para ser transparencia de Cristo. Asistid con devoción en la Eucaristía, preparad el altar con amor, distribuid el Cuerpo y la Sangre del Señor con fe viva, como servidores del misterio. Id a las periferias visibles e invisibles: pobres, enfermos, ancianos solos, migrantes, familias heridas, jóvenes desorientados. No deleguéis la caridad en estructuras, encarnadla. La Iglesia os encomienda administrar sacramentales, llevar el Viático a los moribundos, presidir exequias, asistir y bendecir matrimonios: en todo, sed cercanos y compasivos. A imagen de Cristo Servidor, vivid la diaconía como caridad pastoral.
- Prometeréis obediencia al Obispo y a sus sucesores; no se trata de un formalismo: es algo que os incorpora de corazón a la vida de la diócesis, en unidad con el presbiterio y los demás diáconos, al servicio del Pueblo de Dios. La comunión no es sólo afecto, es misión compartida. La diaconía se ejerce en comunión con el Obispo y su presbiterio. Reafirmaréis ante Dios y ante la Iglesia el celibato por el Reino, signo y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de fecundidad apostólica. La vivencia del celibato propiciará que podáis consagraros totalmente al servicio de Dios y de los hermanos. Custodiad el corazón con disciplina afectiva, prudencia y acompañamiento espiritual.
- Conservad y acrecentad el espíritu de oración; sed fieles a la Liturgia de las Horas, a la adoración eucarística, al santo Rosario y al examen diario. Buscad la fraternidad sacerdotal; acompañad a los diáconos mayores, aprended de su experiencia, servidlos con respeto. Por último, esforzaos por vivir con un estilo de sencillez evangélica. Evitad la vanidad, la rigidez y la mundanidad espiritual. El diácono no se busca a sí mismo; busca a Cristo y a los hermanos. Como recomendaba san Policarpo: “Sed compasivos, diligentes, caminando según la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos”.
- Antes de finalizar mis palabras, deseo dar las gracias de todo corazón a los padres, hermanos y hermanas, a las familias de los nuevos diáconos, por la importante labor que han tenido en su vocación. A todos os pido que sigáis rezando por ellos, ahora todavía más, para que vivan las actitudes de Cristo Siervo. Queridas familias: vuestra casa fue el primer seminario; seguid sosteniendo a vuestros hijos con oración discreta, con cercanía y esperanza. A los formadores del Seminario, gracias por colaborar en el crecimiento de la dimensión humana, espiritual, intelectual y pastoral de estos jóvenes. A la comunidad diocesana le pido que rece por los diáconos, los acoja con cariño y los ayude en su ministerio de servir.
- Queridos Cristian, Pablo Bernal, Erson, José Manuel, Alberto y Pablo Noguera. Os encomendamos a la intercesión de Nuestra Señora de los Reyes, la humilde esclava del Señor, la llena de gracia en cuyo corazón la Palabra se hizo carne. Ella, Madre de la Iglesia, os enseñe a creer lo que leeréis, enseñar lo que creeréis, y a vivir lo que ensenéis, que os ayude a trabajar con la gracia de Dios de tal modo que el pueblo reconozca en vosotros a los verdaderos discípulos de Aquel que no vino a ser servido, sino a servir. Así sea.
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