
Aunque mutilado, sin que sepamos cuándo y cómo se produjo tal hecho, el aguamanil de la actual sala del columbario capitular de la Catedral mantiene todavía su prestancia. Anteriormente, este recinto era la sacristía reservada para el uso de los beneficiados que, aunque perteneciendo al clero catedralicio y con obligación de asistir a coro, eran algo así como capellanes de rango inferior a los canónigos.
Esta diferenciación llevaba a que unos y otros tuvieran espacios distintos donde revestirse y celebrar. En todo caso, en ninguna de las sacristías podía faltar un aguamanil, cuya utilidad no era meramente higiénica sino ritualista, según las disposiciones emanadas por el Concilio de Trento.
Formalmente, esta pieza de cantería, dieciochesca, queda estructurada con un airoso enmarque superior con el depósito del agua que, un grifo dejaba caer en la parte inferior, cuyo desagüe acaba en la tierra, sin estar conectado a cañería alguna. Los sacerdotes lo empleaban para las abluciones antes y después de celebrar la Eucaristía, fijándose en el misal redactado por san Pío V la fórmula a rezar en tales momentos: «Da, Señor, virtud a mis manos. Que estén limpias de toda mancha para que pueda servirte con pureza de mente y cuerpo».
Esta práctica proviene de la Ley Antigua, cuando Dios mandó a Moisés que hiciera una pila de bronce, colocándola entre la tienda del Encuentro y el altar «para que Aarón y sus hijos puedan lavarse las manos… porque antes de entrar… se han de lavar con agua para no morir. Éste será decreto perpetuo para ellos… y su posteridad, de generación en generación» (Éxodo 30, 17-21).