Ven, Espíritu Santo

Santísima Trinidad

A los cincuenta días de la victoria de Jesús sobre la muerte, de las apariciones a los discípulos y de la exaltación a la derecha del Padre, hoy celebramos la alabanza de la Iglesia por la entrega por el Resucitado de su Espíritu a los suyos para hacerles participar de su misma vida y constituir con ellos el nuevo Pueblo de Dios. El Espíritu hace posible que el Evangelio sea comunicado a todo el mundo y que cada uno lo reciba en su lengua, porque el Evangelio se encarna, toma carne humana concreta y se hace posible la proclamación de las maravillas de Dios. Dios hace bien las cosas, pero actúa a través de todos nosotros, y a través de todo lo que existe. De modo que nadie debe renunciar a su identidad para recibir el Evangelio. La dinámica de la Encarnación continúa: el mismo Espíritu que hizo posible que María engendrase al Hijo de Dios, hace posible que todas las lenguas, culturas y países puedan empezar una vida según el Evangelio. No nos podemos quedar encerrados en nosotros mismos, al contrario, hoy el Espíritu nos transforma y nos llama a comunicarnos.

El Espíritu transforma el interior de los creyentes para poder decir: «Jesús es el Señor» e invocar a Dios como Abba, Padre. Abre el Espíritu nuestras mentes concediéndonos penetrar en el misterio de Dios y gozar de la experiencia de su gracia para vivir en el amor mutuo, en el gozo, la paz, la magnanimidad, la paciencia, la fidelidad. El Espíritu del Señor, invocado por nuestras comunidades cuando celebramos la Eucaristía, desciende sobre los dones para que sean el cuerpo y la sangre del Señor resucitado y desciende sobre la misma comunidad para convertirla en ofrenda agradable a Dios y congregarla en la unidad y en la paz.

El Espíritu crea la comunión entre los hermanos, aunque seamos distintos. Los bautizados formamos un solo cuerpo: «Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros (…) así es también Cristo». Esta es la fe que confesamos. Pero nos podemos preguntar si nuestras actitudes y prácticas responden a ello. Es evidente que en la Iglesia hay comunión, pero se nos llama a abrirnos más a la acción del Espíritu, a pedirle que nos ayude a vivir con más fuerza el don de la comunión y a revisar bajo su luz el deseo de potenciar más la fe.

Verdaderamente el Espíritu es el don supremo del Dios Altísimo que nos ha otorgado el Señor muerto en la cruz y resucitado. Al recibir el Espíritu, ya no recibimos tan solo los dones del Espíritu, recibimos a Dios mismo convertido en el don por excelencia, permitiéndonos vivir con su propia vida, concediéndonos participar de su propia naturaleza y haciéndonos herederos de su gloria.

Por eso la Iglesia nos propone para esta celebración en la que culminan las fiestas pascuales y como una oración que debe prolongarse cada día decir: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles. Envía, Señor, tu Espíritu, que renueve la faz de la tierra». Amén.

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