
La profesora de los centros teológicos Patricia Gavilán invita a profundizar en el Evangelio de este domingo V de Pascua (Jn 13, 31-33a. 34-35).
Todo padre deja un testamento a sus hijos. No solo material, sino uno lleno de sabiduría, valores y enseñanzas de aquello que entiende esencial. A lo largo de la vida se producen conversaciones, encuentros, experiencias en las que la intención de los padres es reflejar lo mejor posible lo que esperan de sus hijos, para que estos sean felices. Cuando nos despedimos después de un tiempo juntos, nos decimos “te quiero” y nos deseamos lo mejor hasta que volvamos a vernos. Esto es lo que encontramos hoy en el evangelio de Juan.
En sus momentos finales, Jesús ve necesario un recordatorio del mensaje esencial que ha ido mostrando a lo largo de su vida: amaos unos a otros. Pero ¿cómo amar a los demás en una sociedad en la que todo parece invitarnos a atender nuestras necesidades dejando de lado las ajenas? La clave está en la segunda parte de la afirmación, como yo os he amado. Esto solo es posible si nos hacemos conscientes de lo mucho que Dios nos ama a nosotros, de todo lo que nos regala en nuestra vida. Porque tenemos la suerte de salir queridos de casa. No importan las circunstancias que tengamos, porque en nuestra casilla de salida ya hay una ficha de amor extra, la de Dios. Un amor capaz, como nos dice hoy el Apocalipsis, de hacer nuevas todas las cosas. Lo que bendice al Padre, lo que lo glorifica, lo que nos distingue como hijos suyos en la vida diaria, no es otra cosa que cumplir su voluntad: ser reflejo en otros de su amor.