
He tenido la oportunidad de asistir recientemente a un evento católico. No se trataba de ninguna de esas concentraciones de gente a las que nos invitan con diversos motivos. Tampoco de un evento con motivo del jubileo, una procesión, un encuentro o una asamblea. Se trataba de una boda, en día laborable por la mañana y alejada de todo tipo de foco mediático. El novio, un neófito que recibió la Iniciación Cristiana en la pasada vigilia pascual, un músico que durante muchos años ha coqueteado con todo tipo posiciones ideológicas. La novia, una católica devota, una artista, que ha llevado su visión de la belleza a algunas de las salas más importantes de Europa. Los invitados, pueden imaginárselos con semejantes currículos. En aquella mesa estábamos sentados al menos diez nacionalidades distintas y, sin embargo, no éramos más de veinte.
Al estar allí, frente al mar, en el encantador restaurante que eligieron para la celebración, me venía a la cabeza la definición de lo que debe considerarse católico. Lo propiamente católico no es encerrarse en definiciones dogmáticas y atrincherarse en “una tradición”, distíngase de “la Tradición” con mayúscula, que es incapaz de dar respuesta a los desafíos actuales de la humanidad, porque a la larga es solo una imagen de lo que fue, que conmueve estéticamente, aunque carezca de todo contenido y haya perdido lo esencial. Pero tampoco es el adaptarse a todas las ideologías para que todos encuentren su lugar en el que a modo de gueto nos convirtamos en islas estancas a la defensiva contra la verdad profunda de la Iglesia. Como sucedió a algunos de los teólogos de la liberación que reconocían haberse olvidado de la Iglesia y de Cristo en sus posiciones revolucionarias.
Lo propiamente católico es la hospitalidad. «Ser católico, es decir, ser hospitalario —afirma Erik Varden—, es habitar un espacio vasto y acogedor y respirar en él un aire fresco de montaña […]. Invitar a otros y permitirles la experiencia de estar en casa […]. Generar un todo a partir de partes dispares, manteniendo cierto grado de tensión». En aquella mesa frente al mar probablemente no todos éramos bautizados en la Iglesia católica, pero había un auténtico ambiente católico gracias a aquellos novios que nos llamaban “familia”. No hace aún una semana desde que el Papa León XIV se asomó a la ventana de la Logia de la Basílica de San Pedro. Al escuchar sus primeras palabras entendí que probablemente en el corazón de León, un hombre con un currículo semejante al de los invitados de aquella boda, latía con fuerza este sentido de lo católico. Probablemente ha llegado el momento de reclamar este tesoro y ofrecerlo a la humanidad. Ha llegado el momento de sentir el orgullo de ser católicos.
Jesús Martín Gómez
Párroco de Vera