
El tiempo pascual nos ha sorprendido con dos noticias sucesivas, que nos han llevado desde la tristeza a la alegría. La muerte del papa Francisco inundó nuestro corazón de un doble sentimiento: tristeza por su pérdida y un profundo agradecimiento por su servicio generoso a la Iglesia, como sucesor de Pedro. La noticia rápida de la elección de su sucesor elevó nuestro ánimo, desde la tristeza hasta una eclosión contenida de alegría, al conocer el nombre del nuevo Papa: León XIV.
Todos hemos asistido a las noticias sobre el Cónclave con una curiosidad natural, pero también bombardeados por una lluvia de opiniones que querían interpretar, e incluso profetizar, el futuro de la Iglesia desde claves meramente sociopolíticas: se divide a los cardenales en progresistas y conservadores, se señalan a las corrientes de opinión como fuerzas de presión, se adivinan urdimbres de manejo, intereses ocultos más allá de los del Evangelio. Se construye toda una novela imaginaria, donde cada uno puede escribir un final según sus propios gustos.
Para quienes se asoman a la Iglesia no desde la fe, sino desde una legítima y simple curiosidad periodística, les es difícil comprender que, en las decisiones humanas, cuando están impulsadas por el deseo de servicio al Evangelio, el Espíritu también interviene iluminando las mentes, purificando las intenciones y alentando las decisiones con una mirada de altura.
En el Cónclave, cuando los cardenales se encierran para deliberar y decidir, más allá de los propios gustos, de los intereses personales que podemos estimar legítimos, siempre reina un deseo de buscar lo mejor para la Iglesia: en el corazón de cada cardenal prevalece siempre el anhelo de encontrar al pastor idóneo para el rebaño de la Iglesia, que peregrina en unas circunstancias concretas. La acción del Espíritu opera en los corazones de los votantes, purificando sus intenciones y alentando la búsqueda del mejor candidato.
La fumata blanca, una de las más rápidas de la historia, certifica hacia fuera lo que se ha vivido en el secreto mejor guardado de las reuniones humanas: la rapidez de la blancura del humo acredita que ha reinado la comunión, que no es simple uniformidad sino unidad en lo esencial; anuncia que se ha impuesto el consenso, que no es lo mismo que la eliminación de la opinión del otro sino conjugar lo mejor de cada una; certifica que todos los votantes han levantado la mirada desde el propio parecer y gusto hasta la búsqueda de lo mejor para la Iglesia, que navega en las turbulencias de una sociedad fracturada y herida.
¿Quién es el papa León XIV? Todos seguramente hemos leído su biografía. Incluso, nos ha ilusionado atisbar en sus antepasados rasgos españoles. Pero, quizás la respuesta adecuada no puede quedarse simplemente en los datos biográficos. Sería mejor preguntarnos: «¿qué esperamos de él?». Y aquí, podemos opinar todos si, con un corazón sincero y bajo la luz del Espíritu, cada uno expone las necesidades que constata en la Iglesia y las propias carencias.
Su primer mensaje ha girado en torno a una palabra clave, fruto de la Pascua que estamos viviendo: ¡Paz! Al saludo del Resucitado a sus discípulos: “Paz a vosotros”, ha puesto eco el saludo de León XIV a la Iglesia universal, y a cada uno de nosotros, desde el balcón de las bendiciones. El nuevo Papa comienza su pontificado con un mensaje claro. Nos desea algo que solo puede dar el Señor: la paz. Pero nos invita a que todos la facilitemos, desde nuestros propios ámbitos: la familia, la parroquia, la diócesis, el entorno social y político que nos acompaña.
¿Qué espero yo, particularmente, de León XIV? Que se afane en dos tareas: la paz y la justicia, que hicieron famosos a dos de sus predecesores que llevaron su mismo nombre: León I Magno y León XIII. Deseo que, como su antecesor León Magno detuvo la guerra ante el imperioso Atila, él se empeñe en gestionar la paz con los poderosos guerreros de hoy, reclamando con vehemencia y denunciando con valentía cualquier agresión, venga de donde venga. La paz es el don más precioso, que lamentablemente valoramos cuando la perdemos. León Magno no sólo propició la paz entre pueblos y fronteras, sino que gestionó y alentó la paz espiritual dentro de la misma Iglesia, azotada por corrientes contrarias, amenazada por disidencias y herejías. Trabajó, con su sabiduría y gobierno, por una Iglesia unida y acorde en un mismo sentir.
Deseo que, como su antecesor León XIII, se empeñe en la promoción de la justicia. León XIII, en un momento de cambio de época, en la revolución industrial, abordó en su encíclica Rerum novarum, la complejidad de la cuestión social, inaugurando la reflexión de la Doctrina Social de la Iglesia: la dignidad de la persona, la humanidad de las relaciones laborales, la armonía en el mundo del trabajo, la justicia de unos sueldos dignos… El nuevo León, tendrá que abordar los desafíos de la justicia en esta nueva época que nos toca vivir, donde las relaciones se diluyen en la distancia: trabajo virtual, Inteligencia artificial, anonimato del poder económico…
Serán muchos los que reclamen tantas cosas de este Papa, que pido a Dios para él una virtud: serenidad. En su aparición en la Logia, el día del anuncio de su elección, nos mostró a un Papa con un rostro sereno. La serenidad es una sabia predisposición para lograr objetivos, sin precipitarse en las decisiones. Al Papa, todos, creyentes y agnósticos, le reclamamos más de lo que un ser humano puede más. Quizás porque todos, creyentes y agnósticos, sabemos interiormente que su fuerza no es simplemente la de un ser humano, sino que está arropada por la fuerza del Espíritu. Acompañemos al nuevo Papa con nuestro mejor obsequio: ¡rezar por él!
Todo esto trascurre en el mes de mayo, un mes tradicionalmente dedicado a María. Ella, colaboró fielmente con los planes de Dios, dejándose inspirar y fecundar por el Espíritu. Ella dijo “sí” a la voluntad de Dios. Mirarle a ella, ayuda a serenar nuestro espíritu y descubrir la ternura maternal de quien pone bálsamo en las heridas del mundo. Me atrevo a pedir a la Virgen que conceda a León XIV esa fuerza sanadora que ella trasmite: que cure las heridas de las rupturas familiares, del abandono de la ancianidad, de la soledad de tantos, de la pobreza de muchos, del desprecio de la vida al inicio y al final, de la impotencia de los jóvenes para crear nuevos hogares por la carestía de la vivienda, de la angustia de tantos creyentes que dudan y de la impaciencia de tantos que buscan la fe.
Pido al nuevo Papa “que nos hable de Dios y que hable a Dios de nosotros”. En un mundo herido, yo me atrevo a pedir a León XIV que sea un Papa “sanador”.