
El fragmento del capítulo 10 del evangelio de san Juan (vv. 27-30) que se proclama en la liturgia de este domingo IV de Pascua se comprende mejor teniendo presente el relato que le precede donde se cuenta la curación del ciego de nacimiento y la reacción del grupo influyente de los fariseos, que el evangelista califica como modelos de malos pastores de su pueblo. Éstos no tienen misericordia ni piedad con aquel desgraciado y reaccionan ante la curación poniendo en entredicho el signo realizado y a la persona que lo realiza. Su enfado le lleva a excomulgar al liberado de la ceguera con la acusación grave e inmisericorde de que «estaba empecatado desde su nacimiento» (Jn 9,34).
En contraste con la escena del ciego, el evangelista narra la alegoría del buen pastor. El buen pastor de este capítulo 10 de san Juan sustituye a los asalariados que explotan y humillan a sus ovejas como ya denunció en su tiempo el profeta Ezequiel (cf. Cap. 34). El buen pastor, que viene en nombre de Dios, tiene como misión reunir a las ovejas dispersas. Con su actitud unificadora y reparadora, ahora diríamos inclusiva, denuncia a los pastores de Israel que se aprovechan de su condición para saquear y oprimir a las ovejas. San Pedro dirá que Jesucristo es el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4) y, en consecuencia, todos sus discípulos tendrán la tarea de seguir e imitar al único pastor. Recuerdo la impresión que me produjo la contemplación de una pintura que presidía el altar mayor en la capilla del Seminario diocesano de san Pedro Sula en Honduras. El buen pastor se representaba caminando al frente de las ovejas de espaldas. Al preguntar sobre aquella obra, en su expresión tan nueva para mí, recibí la respuesta del rector diciendo que se ha querido plasmar el seguimiento de los discípulos de Jesús y, me dijo “cuando se sigue a otro en el camino solo se ve el cogote”.
En efecto, la imagen del pastor y su tarea de pastoreo era muy usada antaño en el antiguo Oriente. Los reyes solían designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. También el Antiguo Testamento nos dice que Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro (Ex 3,1) y David “cuidaba el rebaño” (1 Sam 16,11). Era frecuente que aquellas grandes figuras veterotestamentarias, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, hubieran sido efectivamente pastores de rebaños. El profeta Ezequiel presenta a Dios como el pastor de su pueblo: «Como un pastor que vela por su rebaño (…), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas» (34, 12). El profeta con tino, diríamos con lenguaje actual, diseña el modelo del buen pastor y denuncia las malas artes del mal pastor.
Jesús, en los nuevos tiempos mesiánicos, sin duda, es el buen Pastor. La alegoría joánica describe el perfil del buen pastor que, en primer lugar, conoce a sus ovejas, las llama por su nombre, y las conoce una a una. Entre el pastor y las ovejas hay amor tan noble y limpio que está dispuesto a dar la vida por ellas. Es oportuno recordar que la expresión conocer, en la lengua hebrea, implica amar, desear el bien de la persona, sentir afecto por ella. Es decir, solo se puede llegar a conocer a una persona en el ámbito de la relación íntima y personal y, en consecuencia, solo se puede conocer con el corazón a la manera que nos recordaba Antoine de Saint-Exupéry, de su libro El Principito: «Solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos» y recientemente la carta-encíclica Dilexit nos del Papa difunto Francisco.
En segundo lugar, el buen pastor da a sus ovejas «la vida eterna». Cristo resucitado es el Señor de la vida y ésta “nadie podrá arrebatárnosla”.
Y en tercer lugar, al buen pastor se le encomienda el servicio de la unidad a imagen de la Trinidad (cf. Bruno Forte, La Iglesia, icono de la Trinidad). Es la imagen de Aquél que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es toda la humanidad sin exclusión, y la echa en sus hombros para llevarla a los pastos frondosos de la casa del Padre sin reparo de “oler a oveja”.
Manuel Pozo Oller
Párroco de Montserrat