La Diócesis de Huelva despide en oración al Papa Francisco con una emotiva misa funeral en la Catedral de la Merced

La Diócesis de Huelva despide en oración al Papa Francisco con una emotiva misa funeral en la Catedral de la Merced

La Santa Iglesia Catedral de la Merced fue este lunes, 28 de abril, el lugar de encuentro para cientos de onubenses que quisieron rendir homenaje y elevar su oración por el eterno descanso del Papa Francisco. A las 20.00 horas, la misa funeral, presidida por el obispo de Huelva, Mons. Santiago Gómez Sierra, reunió a fieles de toda la diócesis, además de representantes de las autoridades civiles, políticas y militares, en un acto de fe y de agradecimiento por la vida y el ministerio del Santo Padre.

En su homilía, Mons. Gómez Sierra recordó la entrega apasionada del Papa Francisco a la misión evangelizadora de la Iglesia y su constante llamada a la esperanza, la justicia y la paz en el mundo. “Además, de proclamar de múltiples maneras la esperanza que no defrauda, el papa Francisco también ha dejado marcado un camino que la Iglesia debe proseguir. Nos lo ha enseñado particularmente con su Magisterio”, expresó el prelado.

HOMILÍA ÍNTEGRA DEL OBISPO DE HUELVA

“No se olviden de rezar por mí” con estas palabras acostumbraba a despedirse el Papa Francisco en los encuentros que mantenía con los fieles. Ahora, cuando se ha despedido, como pudimos ver el Domingo de Resurrección impartiendo brevemente la bendición urbi et orbi y recorriendo la plaza de San Pedro en ese gesto de cercanía con el pueblo, que se ha convertido en su abrazo de despedida de la Iglesia, no podemos dejar de hacer lo que nos pedía: rezar por él, rezar por el eterno descanso de su alma. Para los católicos la muerte del papa Francisco es motivo de tristeza y nos deja un cierto sentimiento de orfandad, no en vano le llamamos Santo Padre.

El Señor ha llamado a su presencia a nuestro papa Francisco el primer día de la Octava de la Pascua de la Resurrección del Señor, justo en el tiempo litúrgico en que la Iglesia proclama su esperanza en la promesa de la vida eterna y la resurrección final de los muertos. En el tiempo litúrgico en el que celebramos la realidad de que la muerte ha sido derrotada y la victoria de Jesús perdura por toda la eternidad. Cuando escuchamos al Resucitado que se presenta diciendo: “No temas; yo soy el Primero y el Ultimo, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo” (Ap 1, 17).

En una catequesis sobre San José, profundizando en la devoción que el pueblo cristiano siempre ha tenido por san José como patrono de la buena muerte, el Papa Francisco (9-2-2022) decía que nuestra llamada cultura del “bienestar” trata por todos los medios de alejar el pensamiento de nuestra finitud, de la muerte, engañándonos, y así ahuyentar el miedo. Pero la fe cristiana no es una forma de conjurar el miedo a la muerte, sino que nos ayuda a afrontarla. Enseñaba el Papa que “la verdadera luz que ilumina el misterio de la muerte viene de la resurrección de Cristo. Hay una certeza: Cristo ha resucitado, Cristo está vivo entre nosotros. Y esta es la luz que nos espera detrás de esa puerta oscura de la muerte”.

Pero hay más, pensar en la muerte, iluminada por el misterio de Cristo, ayuda a mirar con ojos nuevos toda la vida. El papa Francisco, con esas expresiones espontáneas tan suyas, decía: “¡Nunca he visto, detrás de un coche fúnebre, un camión de mudanzas! Nos iremos solos, sin nada en los bolsillos del sudario: nada. Porque el sudario no tiene bolsillos. No tiene sentido acumular si un día moriremos. Lo que debemos acumular es la caridad, es la capacidad de compartir, la capacidad de no permanecer indiferentes ante las necesidades de los otros.”

Además, de proclamar de múltiples maneras la esperanza que no defrauda, el papa Francisco también ha dejado marcado un camino que la Iglesia debe proseguir. Nos lo ha enseñado particularmente con su Magisterio.

Con la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, verdadero programa pastoral de su pontificado, ha invitado a la Iglesia a una nueva etapa evangelizadora, vivida en forma sinodal, caminando juntos, procurando poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera. Una nueva evangelización que quiere llegar a todos, porque todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Y los cristianos tenemos el deber de anunciarlo como quien comparte una alegría. A todos nos ha llamado el papa Francisco a salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio. Sabiendo que, hoy y siempre, como no se ha cansado de repetir, “los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio”. “Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos”, son sus palabras.

Pero el papa Francisco sabía también que la misión de la Iglesia depende de nuestra respuesta a la vocación a la santidad. Su Exhortación Apostólica Gaudete et exsulate –Alegraos y regocijaos- Sobre la llamada a la santidad en el mundo actual tuvo como objetivo hacer resonar una vez más la llamada a la santidad, procurando encarnarla en el contexto actual (GE 2). La santidad que está en vivir las bienaventuranzas y en el protocolo del juicio final. Jesús explicó qué es ser santos cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). Son, decía el Santo Padre, como el carnet de identidad del cristiano. En las bienaventuranzas se dibuja el rostro de Jesús, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas. (GE 63)

Y junto a las Bienaventuranzas, el protocolo por el que seremos juzgados, así llamaba el Papa al capítulo 25 del evangelio de Mateo (vv. 31-46), “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (25,35-36). Son pocas palabras, sencillas, pero prácticas y válidas para todos. (GE 109)

El papa Francisco no olvidó la dimensión social del kerigma, del Evangelio, y nos ha dejado un desarrollado de la doctrina social de la Iglesia en dos de sus encíclicas: Laudato Sí (Alabado seas) y Fratelli Tutti (Hermanos todos).

En la encíclica Laudato Sí nos invita a afrontar el desafío urgente de proteger nuestra casa común, procurando unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, haciendo un esfuerzo por resolver las consecuencias dramáticas de la degradación ambiental en las vidas de los más pobres del mundo. Necesitamos una solidaridad universal nueva, decía el Papa, todos podemos colaborar como instrumentos de Dios para el cuidado de la creación.

Y en la encíclica Fratelli Tutti (Hermanos todos), dedicada a la fraternidad y a la amistad social, el Papa expresó lo esencial de una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a, cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar de nacimiento o donde habite. Es el mandamiento del amor fraterno en su dimensión universal, en su apertura a todos, porque, decía, Nadie puede pelear la vida aisladamente. Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante.

Acojamos con fidelidad y gratitud su legado. La Iglesia en su historia no hace paréntesis ni va dando saltos, sino que camina con la compañía de su Señor y siguiendo las huellas de los que nos precedieron hasta el fin de los tiempos.

El papa Francisco decía que“la muerte no es el final de todo, sino el comienzo de algo. Es un nuevo comienzo, porque la vida eterna es el comienzo de algo que no terminará. Y precisamente por eso es un ‘nuevo’ comienzo, porque experimentaremos algo que nunca hemos experimentado plenamente: la eternidad.” Pidamos que el alma del Papa Francisco goce de esta novedad: la vida eterna.

Que la Virgen María, a la que tanto amó el papa Francisco, reciba su alma y la presente ante su Hijo, que vive y reina, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos. Amén.

La celebración, marcada por el recogimiento y la solemnidad, finalizó con el rezo del responso, mientras la comunidad oraba en silencio encomendando su alma a Dios.

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