Homilía en la S.I Catedral en el II Domingo del Tiempo Ordinario, Jornada Mundial del Emigrante y Refugiado y comienzo del Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos, el pasado día 18.
Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa de mi Señor Jesucristo, muy queridos sacerdotes concelebrantes, amigos todos:
La verdad es que las lecturas de hoy son muy fuertes las tres, cada una a su modo. Pero la primera y la tercera, es decir, la lectura del Antiguo Testamento y el Evangelio, narran la historia de un encuentro, son el relato de un encuentro entre Dios y el hombre, y en ese sentido las dos son paradigmáticas, es decir, las dos nos muestran algo de lo que sucede cuando Dios y el hombre se encuentran, y los modos como ese encuentro tiene lugar.
Lo es, sobre todo, la historia de Juan y Andrés con la que prácticamente comienza el ministerio público de Jesús en el Evangelio de San Juan: dos discípulos de Juan que de no ser por haber escuchado la voz de Juan y haberse fiado de ella y haber seguido a Jesús, movidos por su curiosidad, habrían desaparecido por completo de la historia, sencillamente no sabríamos ni siquiera su existencia. Unos de tantos miles de millones de hombres cuya vida ha sido absorbida en el olvido que los hombres tenemos de la historia. Y sin embargo, se fiaron. Lo que Juan decía era muy fuerte: decir que Jesús era el cordero de Dios, es decir, que es Aquel, como el antiguo cordero pascual de la pascua israelita, cuya sangre iba a liberar al pueblo del poder del exterminador; por lo tanto, es una afirmación extraordinariamente fuerte: que era el Salvador del mundo, el Mesías esperado.
Y aquellos dos hombres, pescadores, de Cafarnaum, se fueron detrás de Jesús, probablemente con un cierto temor. Y Jesús, no sin humor, se vuelve, oye los pasos (yo me imagino el susto de Juan y de Andrés, debió ser un susto mortal al ver volverse a Jesús, y decir: «¿A quién buscáis?»). Da la impresión de que, como nos pasa tantas veces a otros cuando no sabemos qué decir, le dicen: «Señor, ¿dónde vives?». No le dijeron a quién buscaban, sino «¿dónde vives?». Y dice Jesús: «Venid y lo veréis».
Ahí hay dos rasgos esenciales de todo encuentro entre el hombre y el Señor, del encuentro del hombre y el Señor después de la Encarnación del Hijo de Dios. Por una parte el método. El método por el que la Iglesia crece, por el que el cristianismo se comunica no es nunca el método por el que se comunican las ideologías, o incluso los sistemas de pensamiento o las culturas. O sea, no se trata de convencer nunca a nadie. No se trata de ir detrás de nadie persiguiéndolo para hacer un prosélito o para cambiar las ideas, o ni siquiera la forma de vivir, sino «venid y lo veréis». No necesitaron más. Estuvieron con Jesús aquella tarde.
Dicen los estudiosos que el Evangelio de San Juan está compuesto quizás en torno al año 80, muchos años después de que sucedieran aquellos hechos, que podrían tener lugar en el año veintimuchos, o en torno al año treinta, casi cincuenta años después: eran las cuatro de la tarde. Como esos matrimonios profundamente enamorados, que, ancianos ya, jamás se les olvidará el día que se vieron por primera vez, el día que se conocieron por primera vez, el día en que él o ella dijeron: este hombre va a ser mi marido, o esta mujer va a ser mi mujer y le quiero dar mi vida.
(…) ¿Qué pasó aquella tarde?, ¿de qué hablaron? Da lo mismo, no importa. Lo que sé, lo que el Evangelio nos dice es que la mirada del Señor sobre ellos, de lo que hablaron, lo que les explicó, los que les contó, de lo que estuvieron hablando, cambió sus vidas: al día siguiente les estaban diciendo a sus familias «hemos visto al Mesías». Ése fue el método de Jesús. Y es el método. No puede ser otro el método de la Iglesia. No se trata de ir corriendo, diríamos, detrás de los hombres para convencerles de nada. «Venid y lo veréis» fue el lema de la Jornada Mundial de la Juventud de París.
«Venid y lo veréis». ¿De qué se trata? De que nuestra vida tenga la riqueza, la alegría, la belleza que la presencia del Señor en nosotros nos da a vivir, de que nuestra comunión sea -es por sí misma cuando sucede- algo tan inesperado para el mundo, tan imposible de producir como fruto de un cálculo, o de una estrategia. Es sólo don de Dios porque es la presencia del espíritu de Cristo en nosotros, que se ha dado a nosotros, que se ha unido a nosotros, que se une a nosotros, en cada Eucaristía, que permanece en nosotros. (…)
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de enero de 2015
II Domingo del Tiempo Ordinario
S.I Catedral de Granada