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Tengo la sensación de que la gente tolera cada vez menos las cosas. Desde las ideas a aquello que no va con ellos. Me da que, cada día, nos miramos más el ombligo hasta el punto de rechazar todo aquello que no forma parte de la particular cosmovisión.
Es triste, pero percibo una deriva totalitaria en pensamientos que no solo es atribuible a cuatro mandatarios elegidos democráticamente. Es una corriente que cada vez la siento más arraigada en el común de mártires. Hemos conjugado peligrosamente el «de lo mío qué» y el «me importa una mierda lo que pienses», de manera que, hemos construido, in vitro, una manera muy peligrosa de vivir. Es una forma de vivir, que por mor de los algoritmos y por las tendencias de opinión implantadas, está tensando la sociedad. Por eso es peligrosa. Porque es excluyente y violenta: violenta por la desafección y el desprecio; excluyente por el rechazo que generan las ideas o creencias de la otra persona e incluso la misma persona.
Sé, positivamente, que hay quien juega en otra liga, pero esto de mirar tanto el móvil y retroalimentarnos de lo que solo nos gusta nos está convirtiendo en gente cada vez más insensible, cerrada.
Hay que prevenir la falta de sensibilidad con dosis de formación, la rotunda negación a la diversidad con inyecciones de pluralidad, la mirada estrecha con derrumbar los claustros que nos rodean para que entre luz. Y hacerlo con determinación y acierto. Sabiendo que las nuevas generaciones son más conservadoras y que entienden la batalla como cultural, planteando que hay quien no lee un libro ni por equivocación o recuperando valores que faciliten el crecimiento en armonía. Hay que desempolvar urgentemente las humanidades, la filosofía y la ética. Nos irá mejor a todos. Especialmente a nuestros jóvenes y niños.