Presentación del Señor.
Lecturas: Mal 3, 1-4-; Heb 2, 14-28; Lc 2,22-40.
Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración: Un saludo cordial al Delegado Episcopal para la Vida Consagrada, sacerdotes concelebrantes, diáconos; al presidente y miembros de CONFER Sevilla, a todos los miembros de los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, a todos los hermanos y hermanas presentes.
Celebramos hoy la fiesta de la Presentación del Señor en el templo de Jerusalén. En Sevilla celebramos Jornada y Jubileo de la Vida Consagrada. Contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José llevan al templo para presentarlo al Señor; y en esta ceremonia humilde, dos ancianos llenos del Espíritu, Simeón y Ana, reconocen la obra de Dios y proclaman que aquel niño es el Salvador, que ha venido como luz de todos los pueblos. Hoy todos nosotros, como María y José, como Simeón y Ana, somos invitados a ver en Jesús la luz, la vida y la salvación.
El sentido de la fiesta de la Presentación lo encontramos sobre todo en las palabras de Simeón, que se repiten en diferentes momentos de la celebración, dirigiéndose a Dios Padre: «te pedimos humildemente que, así como tu Hijo unigénito, hecho hombre, fue presentado hoy en el templo, también nosotros podamos presentarnos a ti con un corazón puro”. Se nos recuerda en la fiesta de hoy que Jesús ha asumido nuestra condición humana, se ha hecho verdaderamente hombre como nosotros, sin dejar de ser Dios verdadero.
Esta presentación es el primer anuncio de lo que será su muerte y resurrección. Por eso esta fiesta tan entrañable es como una síntesis y un puente que une el ciclo de Navidad y el ciclo de Cuaresma y Pascua. Seguramente por eso el pueblo fiel ha amado siempre mucho la fiesta de la Candelaria. ¿Qué nos trae hoy hasta aquí? Nuestra fe en que Jesús es nuestro Salvador, que ha vivido, ha sufrido y ha muerto como nosotros, y que ha vivido con una profunda comunión e intimidad con su Padre Dios. Jesús ha hecho de toda su vida una ofrenda, una «presentación» al Señor hasta la muerte, fiel en todo al designio del Padre. Todo se ha cumplido, dirá antes de expirar en la cruz.
Meditemos las palabras de Simeón y Ana, dos representantes del “resto de Israel, del Israel fiel. Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final. Es el Salvador y la Luz. Cristo es luz, él manifiesta el rostro verdadero del amor de Dios y revela a los hombres los caminos de la verdadera humanidad. ÉL, con su muerte y resurrección nos libera del pecado y de la muerte y nos abre a la vida con sentido y esperanza, porque la muerte ha sido vencida en Él y en nosotros para siempre. Cristo es luz que ilumina nuestra existencia, que nos libera radicalmente.
Jesús viene a nosotros en brazos de María, que entra en el Templo de Jerusalén llevando en brazos a aquel niño que es la Luz de las gentes. Pero esa misión le comportó no poco dolor, porque Jesús será signo de contradicción y ella culminará su colaboración al designio del Padre acompañando a su Hijo al pie de la cruz en la hora suprema de su inmolación. Pidamos a nuestra Madre que nos ayude a ser portadores de luz, de la luz de Jesucristo. Que Santa María sea nuestra abogada e intercesora para llevar el mensaje y la gracia de Cristo a los hombres y mujeres de hoy. En segundo lugar, que no temamos al compromiso, a hacer de nuestras vidas una ofrenda. La vida nos ha sido dada para ofrecerla, para ponerla al servicio de Jesucristo en su Iglesia, para llevar al mundo la buena nueva de la salvación.
Hacer de nuestras vidas una ofrenda agradable a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu. Esto es lo que significan las velas que hemos bendecido y que hemos llevado en nuestras manos. Como ellas queremos gastarnos y desgastarnos ante Dios y ante los hombres, para ser, con su gracia, luz de Cristo. Y esta ofrenda tiene su culminación en la Eucaristía que estamos celebrando. Que ella nos ayude a todos a hacer de nuestras personas y de nuestras vidas una ofrenda agradable a Dios, sin rebajas, sin medias tintas, sin ambigüedades.
Celebramos la XXIX Jornada Mundial de la Vida Consagrada, con el lema Peregrinos y sembradores de esperanza, muy acorde con el Año Jubilar. Hoy celebramos también nuestro Jubileo de la Vida Consagrada, en Sevilla. Este año el mensaje se centra en dos aspectos muy significativos: la misión profética y las relaciones nuevas. La Iglesia es misionera por naturaleza, tal como subraya el decreto Ad Gentes, del Concilio Vaticano II: “La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu, según el designio de Dios Padre” (n. 2). La misión de la Iglesia es evangelizar, anunciar a Jesucristo. El Señor Jesús, después de completar con su muerte y resurrección los misterios de nuestra salvación, fundó su Iglesia y envió a los Apóstoles por todo el mundo, como Él había sido enviado por el Padre (cf. Jn 20, 21). La misión de la Iglesia continúa y desarrolla a lo largo de la historia la misión misma de Cristo, que quiere conducir a todos los hombres y las mujeres a la fe, a la libertad y a la paz, de manera que descubran el camino para la plena participación en el misterio de Dios. La Iglesia tiene que seguir el mismo camino de Cristo, es decir, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la entrega total.
La segunda semilla son las relaciones nuevas. Cristo hace nuevas todas las cosas. El Año Jubilar es un tiempo de gracia para que los miembros de la vida consagrada avancen en su camino de conversión y propicien relaciones nuevas, relaciones generadas y regeneradas en Jesucristo. Estas relaciones nuevas se convierten en semillas de esperanza que tratan de alumbrar un nuevo mundo en el que cada encuentro humano se viva como una celebración gozosa y esperanzada. La vida consagrada debe responder al desafío de transmitir la mística de vivir juntos, de encontrarse, de compartir, de apoyarse, de participar en proyectos comunes haciendo realidad una verdadera experiencia de fraternidad que se percibe en medio del pueblo como un camino compartido, como una peregrinación solidaria.
Las relaciones de fraternidad y de amistad nacen del encuentro con Jesucristo y suponen una enorme fuente de esperanza. Los miembros de la vida consagrada han de saber dar expresión y contenido eclesial a la experiencia de amistad fraterna, porque es imprescindible para llevar a cabo una verdadera evangelización. La amistad vivida entre cristianos tiene en sí misma una gran fuerza testimonial y evangelizadora. Toda la actividad misionera de la Iglesia debe estar revestida de amistad. Salir al encuentro, dialogar en verdad y caridad, con delicadeza y humildad, con prudencia, compartiendo las situaciones vitales, haciéndose uno con las personas para llevarlas hasta el Señor. Esta vivencia es un testimonio que hace presente a Cristo en medio de las personas y de los ambientes.
Hoy tenemos presentes en nuestra oración de modo especial a los miembros de la Vida Consagrada, y pedimos al Señor que os conceda ser auténticos peregrinos y sembradores de esperanza, viviendo con pasión vuestra misión profética y la misión de crear nuevas relaciones en Cristo. María santísima os guía en el camino. Así sea.
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