El novelista y ensayista japonés Yukio Mishima escribió que «cuando uno se convence de que, al enamorarse, resulta tremendamente vulnerable, la idea de haber vivido hasta entonces desconocedor de esta verdad le hace estremecerse. Por esta razón, el amor vuelve virtuosas a ciertas personas». Ser consciente de esta realidad, de la vulnerabilidad, es el primer paso para vivir mejor. Bien sea de la mano del amor o de otra circunstancia que nos sea dada, a poco que analicemos nuestra vida, nos damos cuenta de lo vulnerables que podemos llegar a ser.
Todos, al fin y al cabo, en mayor o menor medida sucumbimos, como si de un barco en alta mar se tratase, al devenir de la vida y sus circunstancias. Con el Covid nos dimos cuenta, pero también lo vemos con cualquier giro de la geopolítica. Papas, reyes o presidentes de gobierno, poco a poco, van muriendo. Nadie queda vivo. Todos volvemos a la madre tierra desnudos, sin nada. Eso nos ofrece la magnífica opción de contemplar la propia vida y su sentido desde una evidencia a veces olvidada: la vulnerabilidad de la naturaleza humana. Y su proyección profunda en el sentido que le otorguemos.
Lejos de vivir acongojados o asustados, es recomendable vivir con los pies en el suelo porque basta estar vivo para dejar de estarlo. Tomemos las riendas de nuestra vida, desde la constatación de que la vida es para vivirla desde su radical vulnerabilidad. Si se es creyente desde la confianza en la providencia divina, quien no lo es desde la certeza de que vivir merece la pena centrándose en lo verdaderamente importante: es una manera muy inteligente de existir: encaras el resto de las cosas, incluido el devenir de la propia existencia, con toda la fuerza que otorga haber descubierto el sentido último del vivir.