Homilía en el II Domingo del Tiempo Ordinario

Homilía del arzobispo de Granada, Mons. José María Gil Tamayo, en la Eucaristía celebrada en el II Domingo del Tiempo Ordinario, el 19 de enero de 2025, en la S.A.I Catedral, y Jornada de Infancia Misionera.

Queridos sacerdotes concelebrantes y diácono;
queridos seminaristas;
queridos hermanos y hermanas:

Como os decía al comienzo de esta celebración, estamos ya en el tiempo ordinario en que vamos a ir recorriendo los grandes misterios de Cristo, especialmente su predicación, sus milagros. Hemos dejado atrás, en este año ya comenzado con el Adviento, esas manifestaciones del Señor. Nos preparábamos para la manifestación en la Navidad en la humildad de nuestra carne, en nuestra pequeñez, en nuestra debilidad del Verbo que se ha hecho carne, asumiendo nuestra naturaleza, haciéndose igual a nosotros excepto en el pecado; asumiendo nuestra realidad, para redimirla, para hacernos hijos e hijas de Dios, mediante el Misterio Pascual.

Después, hemos vivido esa manifestación de Dios a los pueblos gentiles en la figura de los magos, de aquellos buscadores de Dios que se encuentran esa paradoja cristiana con un niño en el pesebre, con María, la madre de Jesús, y le adoran y le ofrecen sus dones, y nos muestran así la universalidad de la salvación. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Hemos visto también el pasado domingo la fiesta del bautismo del Señor, en la que hemos escuchado en esa teofanía la presencia, en la presencia del Espíritu, la voz del Padre que nos muestra al Hijo en ese momento de humildad, de conversión en quien no tiene pecado, y hemos escuchado esa voz: “Este es mi Hijo Amado, escuchadLe”.

Y hoy, en estas escenas que nos traen la Palabra de Dios. Por una parte, el texto del profeta Isaías, que se dirige a Jerusalén, a la que considera desposada con Dios. Es el símbolo de Israel. Es el resumen del pueblo escogido, la ciudad de Jerusalén, Sión. Hacia ella confluye toda la plegaria y toda la vida religiosa del pueblo elegido. El pueblo elegido que se considera el pueblo de la alianza, con quien Dios establece una especial relación de amor, y esa relación de amor hoy nos la muestra el profeta. “Ya no te llamarán abandonada ni a tu tierra devastada, te llamarán mi predilecta, y a tu tierra desposada, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá un esposo”. Nos muestra así el amor de Dios a su pueblo como el amor de un esposo a su esposa. Pero, hemos visto también en el texto evangélico, con esa presencia santificadora de Jesús en las bodas de Canaán, mostrándose realidad humana y elevándola a la dignidad de sacramento, pero que ya no es imagen del esposo que ama a su esposa, sino del amor de Cristo a su iglesia.

Y ese es el matrimonio cristiano. El desposorio cristiano es el amor de Cristo a su iglesia. La presenta ante Sí sin mancha ni arruga, ni nada semejante, nos dice el apóstol. La Iglesia es la esposa de Cristo. La Iglesia es Misterio. La confesamos también en el Credo. Y exige de nosotros una actitud de fe para interpretar a la Iglesia, para no verla sólo en clave humana, con nuestras debilidades que son innegables y manifiestas, como eran también las debilidades y los defectos de los propios apóstoles de Jesús.

Pero esta Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, la nueva Jerusalén, que se encamina hacia la plenitud y que marcha en la historia, y que el apóstol nos dice que está llena de carismas, puestos al servicio de todos, como hemos escuchado en la segunda Lectura, tomada de la primera de Corintios: hay diversidad de dones, pero un único espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un solo servicio, el servicio al bien común. Y eso es la iglesia.

La Iglesia que está compuesta por hombres, que tiene sus defectos, sus pecados, como los vemos y los palpamos también en nosotros mismos. Nuestras debilidades, pero no es un obstáculo para que se manifieste la Gloria del Señor; para que esta iglesia la confesemos también, aparte de universal, católica y apostólica, fundamentada en los apóstoles de Cristo, y al mismo tiempo, la confesamos también que es Iglesia universal, que es santa.  Esa santidad hecha de la gracia de Dios y de la correspondencia humana. Esta Iglesia es la Iglesia de Jesucristo. No es una Iglesia de perfectos. Es una Iglesia de peregrinos y es una Iglesia formada también por hermanos nuestros que ya participan de la Gloria de Cristo, de la visión de Dios. Esa Iglesia triunfante de los santos y de todavía de gente que caminamos en la tierra. Y a nuestro lado también, aparte de los defectos, de las dificultades, de las lacras, de las debilidades manifiestas, hay también mucha santidad, hay mucha gente buena, hay muchos santos de la puerta de al lado, hay mucha gente que sigue a Jesús en todas las situaciones de la vida, incluso hay mártires en nuestro tiempo, que ofrecen su vida y sufren por su fe en Jesucristo.

Luego, este domingo -es un domingo en el que pedimos por la unidad de los cristianos de manera especial- que manifestemos y expresemos nuestra fe en la Iglesia, nuestro amor a la Iglesia, presidida por el Papa Francisco.

Pero, queridos hermanos, también en este día, esta imagen de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, Esposa de Cristo, esta Iglesia nuestra también hoy acude a María. Ella, como nos ha mostrado el Evangelio, en esa manifestación de Jesús, que nos dice el evangelista en ese comienzo de la vida pública que se manifestó su Gloria, sus discípulos vieron su Gloria y al mismo tiempo creyeron en Él, aumentó la fe de sus discípulos.

De eso se trata, queridos amigos. Que a lo largo del año litúrgico vayamos pidiendo al Señor que aumente nuestra fe; que siguiendo sus enseñanzas vividas en nuestra vida ordinaria, nosotros aumentemos la fe en el Señor Jesús y la manifestemos con nuestras obras.

Queridos hermanos, nosotros también estamos necesitados como los esposos de Canaán. Y la Virgen es nuestra intercesora. Ella es la omnipotencia suplicante. Ella acude a Jesús porque está sirviendo, porque se percata de que lo iban a pasar mal aquellos esposos, precisamente el día de sus desposorios, cuando faltaba el vino, elemento esencial de la fiesta. “No tienen vino”, le dice Jesús. Y Jesús le contesta, ¿qué nos va a nosotros?, le viene a decir. Pero Jesús hará lo que le dice la Virgen. Y por eso, la Virgen no necesita más que dirigirse a los criados y decirles “haced lo que Él os diga”. Como resuena también en este domingo en nosotros esas palabras de la teofanía del bautismo de Jesús: “Escuchadle, este es mi Hijo Amado”. A nosotros se nos dice hoy por parte de María “haced lo que Él os diga”. Y también nosotros, en el agua incolora e inodora insípida de nuestra vida muchas veces, de nuestros días iguales, de nuestros defectos, de nuestra debilidad.

El Señor puede hacernos cambiar, el Señor puede producir el milagro de hacernos mejores, de hacernos santos, pero tenemos que poner de nuestra parte, aunque sea el agua solo, aunque sean esos pocos panes y esos pocos peces, para que logre el milagro. Pero el Señor ha querido necesitar de la colaboración nuestra para que vivamos lo que San Agustín dice, “Dios que te creó sin contar contigo no te salvará sin contar contigo”. Que al menos pongamos algo de nuestra parte, con la colaboración de nuestro amor, de nuestra voluntad, rendida ante el Señor. Y se producirá ese milagro cada día de ir siguiéndole en su camino, de ir siendo santos. Él no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. Y “no tienen necesidad de médicos, los sanos -nos ha dicho-, sino a los enfermos”, o sea nosotros.

Queridos amigos, a iniciar el tiempo ordinario, tomemos el camino cristiano, acudamos a Santa María, como lo hace el pueblo cristiano desde siglos. “Jamás se ha oído decir, dice la vieja oración cristiana, que ninguno de los que han acudido a Vos, implorando vuestro auxilio, reclamando vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos también acudo, Madre gloriosa y bendita”. Esa tiene que ser nuestra actitud. Y Ella hará que Cristo obre el milagro continuado, y hacernos que nos parezcamos más a Él.

Que los dones que ha puesto en nosotros, los sepamos vivir en la Iglesia, poniéndolos al servicio de los demás, amando a esta Iglesia esposa de Cristo, que es la nueva Jerusalén, la que aquí ya ha iniciado el camino y que lo completará en la Jerusalén del Cielo, junto al Señor, y a nuestros hermanos que nos preceden en la fe.

Acudamos con esta confianza y pidamos por la paz en el mundo. Hoy la oración colecta, le hemos dicho en ella al Señor, “oh Dios, que gobiernas a una vez tierra y cielo, escucha nuestra oración y concede a nuestros días la paz”.

Estamos necesitados, queridos hermanos, de la paz en el mundo, de la paz en medio de las guerras abiertas, la paz en nuestros corazones, de la paz y la concordia en nuestro país, para que cese la polarización, los enfrentamientos, no físicos, pero sí de desconfianzas, sí de un clima social de enfrentamiento, que hace ver en los adversarios legítimos, en esa pluralidad que hay y necesita la sociedad, los hace ver como enemigos cuando no es así, porque todos formamos un solo pueblo, llamados a vivir en el bien común.

Que así sea.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada

19 de enero de 2025
S.A.I Catedral de Granada

Contenido relacionado

Homilía en la toma de posesión de dos nuevos capellanes en el cabildo de...

Homilía del arzobispo, Mons. José María Gil Tamayo, en la Eucaristía...

Enlaces de interés