Caná de Galilea estaba situada a unos 7 kilómetros al noroeste de Nazaret, en lo que hoy es la ciudad de Kafr Kanna. Una docena de veces he tenido la suerte de acompañar a peregrinos a este lugar donde el evangelio de san Juan sitúa el primero de los signos de Jesús en el contexto de la celebración de una boda. En aquel lugar, en la parroquia del Primer Milagro, tuve la dicha de compartir en reiteradas ocasiones con los matrimonios de la peregrinación la renovación de sus compromisos matrimoniales en un clima de alegría y acción de gracias.
El Evangelio de san Juan (2,1-11) nos narra que la familia de Nazaret fue invitada a una boda en Caná, seguramente de algunos conocidos o parientes. También estaban invitados sus discípulos. Bartolomé (Natanael) era natural de aquel pueblo. El texto deja entrever que María “estaba allí” cuando llegó Jesús. Suponemos que existía cierta familiaridad entre las familias de los contrayentes y la Sagrada Familia. Por cierto, el relato no nombra entre los invitados a san José lo que nos hace suponer que ya había fallecido.
Sin poner en duda la historicidad del hecho, por otra parte, preñado de una riqueza antropológica y cultural como lo es todo matrimonio judío, el evangelista reflexiona sobre el acontecimiento y le concede un significado que trasciende el hecho en sí. La clave de comprensión de esta narración la encontramos en el verso final del relato donde leemos que, “en Cana de Galilea Jesús comenzó sus signos” (v.11).
“No les queda vino”, dijo María a Jesús. Una frase explosiva en una fiesta de bodas donde se ponía de manifiesto la falta de previsión de quienes habían preparado el banquete, al tiempo que el ridículo y el bochorno de los familiares y de los novios. Jesús al principio no se da por aludido por situación tan embarazosa. Su madre intercede para evitar el ridículo ante un hecho tan desagradable e inoportuna. Jesús le contesta con aparente frialdad: “todavía no ha llegado mi hora” (v.4). Además, le llama “mujer”, como desentendiéndose displicentemente del problema. No hay sospecha de desamor en Jesús hacia su madre.
Evidentemente el relato es una construcción teológica del evangelista a la luz de la Resurrección. La “hora”, en labios de Jesús, no es otra que la del Calvario. En aquel lugar volverá a llamar a su madre con el título de “mujer”. Todo tiene una explicación. En Caná Jesús adelanta su “hora”, a petición de su madre, y en el Calvario Jesús le encomienda una nueva maternidad, como madre de todos los discípulos y, de este modo, al pie de la cruz, como mujer y madre, representa a la comunidad de seguidores del Resucitado.
El evangelista, cuando escribe el Evangelio, no da puntada sin hilo. Cada palabra, cada frase, encierra una enseñanza que trasciende el paso del tiempo. De este modo son símbolos de lo viejo, caduco y pasado, el pueblo judío anclado en sus tradiciones, el Antiguo Testamento, las “tinajas para las purificaciones” y el material de que estaban hechas, el número “seis” y, en este caso como símbolo central el agua. Por el contrario, el vino, la comensalidad, la fiesta, representan el tiempo nuevo, símbolo de los dones mesiánicos.
Nuestra vida espiritual mediocre, en la medida que nos vayamos identificando con Jesús y su causa, obrará el milagro de convertir nuestra agua, nuestra humanidad, en vino de amistad y fiesta con el Resucitado. Nuestra tarea, trasiego llaman los viñadores, será sustituir el agua de una vida mediocre, nuestras ensoñaciones del pasado, nuestra falta de alegría y esperanza, en vino de alegría, sinodalidad y compromiso eficaz. El gran signo de victoria es Cristo Resucitado y en Él iremos logrando “una crianza” de vino de la mejor selección.
Un detalle final. Hoy que celebramos la Jornada de la Infancia misionera echo en falta a los niños en el relato de aquella fiesta de bodas. Donde no hay niños difícilmente puede haber alegría. Tomemos nota.
Manuel Pozo Oller
Párroco de Montserrat