BAUTISMO DEL SEÑOR, por Manuel Pozo Oller

Diócesis de Almería
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La diócesis de Almería es una sede episcopal sufragánea de la archidiócesis de Granada, en España. Su sede es la Catedral de la Encarnación de Almería.

El Bautismo del Señor es la última fiesta del ciclo de la Navidad y al tiempo comienzo de los domingos llamados “per annum”, es decir, aquellos domingos que nos devuelven a la rutina de la cotidianidad, sin apenas grandes celebraciones hasta la Cuaresma. Llama la atención, a poco que se observe el Evangelio, el salto cronológico y la ausencia de noticias entre los relatos de la infancia de los evangelios de san Mateo y san Lucas y el comienzo de la vida pública de Jesús. El silencio sobrecoge y dispara nuestra imaginación recreando lo que pudo ser y acontecer en el hogar de Nazaret.

El silencio de Nazaret, nada menos que treinta años, es elocuente y ciertamente es una predicación que nos recuerda los valores de la cotidianidad que, por otra parte, es el medio habitual para la maduración humana y espiritual a fuego lento, sin grandes aspavientos. En verdad, la rutina de la cotidianidad, es el marco, lo aceptemos o no, donde habitualmente trascurre nuestra existencia y donde, “sin saber cómo”, se nos ofrece la oportunidad de crecer armónicamente (cf. Mc 4,27). Viene al caso citar los versos oportunos del poeta gaditano José María Pemán sobre la sabiduría de lo cotidiano cuando escribe que «no hay virtud más eminente que en hacer sencillamente, lo que tenemos que hacer». Pues a esa tarea de hacer sencillamente lo que su Padre dispuso se entregó Jesús en sus años en Nazaret. Margarita Saldaña, laica consagrada, en su libro San José: Los ojos de las entrañas (Santander 20212) escribirá que la vida oculta de Nazaret es «un tiempo sin índice», sin más programación que buscar y hallar lo dispuesto por la Providencia.

En Nazaret, Jesús «creció en estatura, sabiduría y gracia de Dios» (Lc 2,52), en una aldea desconocida, al ritmo del trabajo cotidiano, en comunión con la naturaleza, sin más celebraciones que las propias del calendario judío. Era una vida de total normalidad de tal modo que, una vez comenzada la vida pública de Jesús, sus paisanos al conocer las noticias que llegaban de su predicación y actividad coincidían en que había perdido el juicio hasta el punto que su familia fue en su búsqueda a Cafarnaúm para evitarle males mayores (Mc 3, 20-21). En otra ocasión sus paisanos le rechazan como a un endemoniado (Mc 6,1-6). No encuentra apoyo de los más cercanos que tampoco creían en él (Jn 7, 5). A todos se les hacía un mundo ver en Jesús, hijo de José y María, al Mesías.

El Bautismo de Jesús por su pariente Juan rompe el silencio de la cotidianidad para abrir las páginas de su vida pública como una revelación (Lc 3,15-16, 21-22). No estaban las cosas claras. El pueblo expectante duda sobre si Juan no sería el Mesías. El último de los profetas no cae en la tentación de la autocomplacencia y presenta a Jesús a voz en grito como aquél «que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de las sandalias». El caso es que Jesús acude a Juan, como uno de tantos, para hacerse bautizar «en un bautismo general» que se convierte en anuncio de su bautismo en la muerte. Es hermosa y clarificadora la tradición ortodoxa que habla del agua del Jordán como de una “tumba líquida” en la que Jesús, al sumergirse, anticipa su sepultura.

En este contexto bautismal en el río Jordán la imagen del cielo abierto es una imagen simbólica que muestra la desaparición de todo lo que hasta ese momento impedía la comunicación entre Dios y la humanidad. Jesús, al que el Padre llama «mi hijo, el amado», es la Palabra definitiva.

Dejarnos bautizar con Jesús supone aceptar el nombre nuevo que Dios ha soñado para nosotros desde la eternidad. Desde el bautismo somos hijos amados y Dios nos llama por nuestro nombre tatuado en la palma de sus manos (cf. Is 49,16). En este domingo que recordamos el bautismo de Jesús y renovamos nuestros compromisos bautismales, te invito a sentirte hijo en el Hijo de Dios, repitiendo en el silencio de tu corazón las palabras del Padre: «Tú eres mi hijo querido, mi predilecto».

Manuel Pozo Oller

Párroco de Montserrat

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