El diácono permanente Pedro J. Marín Galiano, franciscano seglar, invita a dirigir la mirada a algunas de las figuras centrales del Belén. Acompañado por imágenes del Nacimiento de la Catedral de Málaga, que cumple diez años, el también profesor de la Escuela Teológica San Manuel González se acerca a la pedagogía que encierra la tradicional representación de la venida al mundo del Hijo de Dios.
Pedro Marín, profesor de la Escuela Teológica San Manuel González, diácono permanente en la diócesis de Málaga, casado y padre, conoce por su carisma franciscano la pedagogía que encierra la tradicional representación de la venida al mundo del Hijo de Dios. «La Navidad, como cualquier otra fiesta, se reviste cada año con sus galas particulares y aterriza en mitad de nuestra sociedad para adornarse con iconografía propia. Pero el belén no es un adorno más: no es como esos árboles que venimos a cargar con bolas tan brillantes como huecas, ni es un cervatillo luminoso en una rotonda, ni dos campanas entrelazadas con muérdago. El belén se configura como una expresión material que, visualmente, nos traslada a una realidad espiritual en la que el ser humano que lo contempla puede llegar a comprender la grandeza de un Dios que se hace humano para darse a sí mismo a los hombres».
En palabras de este franciscano seglar, el nacimiento que se monta tanto en las casas como en parroquias, hermandades y espacios públicos, y que en muchos casos es posible visitar en estas fechas, es una oportunidad para la contemplación y el crecimiento personal. «Un belén en cada hogar genera un espacio sacramental que posibilita una apertura interior hacia el Dios que nos trasciende y, al mismo tiempo, nos coge de la mano para que nuestra realidad, nuestra humanidad, deje atrás todo artificio y consiga dar un salto de lo externo a lo profundo: una mirada al belén nos invita a ser mejores personas, mejores familias y mejores sociedades en un mundo mejor».
Jesús en el Belén, pedagogía franciscana de la Encarnación
La tradición figurativa de los belenes, iniciada por san Francisco de Asís en la Navidad de Greccio de 1223, marcó un hito genuinamente eclesial. Así, en aquellos tiempos en los que la lectura era un privilegio y la fe se transmitía de forma oral, el primer belén viviente vino a representar el misterio de la Encarnación de forma accesible y visual.
De esta manera lo expresa san Francisco de Asís, según el relato de Celano: «Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En ese preciso momento, san Francisco, «vistiendo los ornamentos de diácono, pues lo era, canta con voz sonora el Santo Evangelio» y, sin darse cuenta, termina transportando la Buena Noticia y el misterio de la Encarnación a lo largo y ancho de la escala de los siglos, transformando lo que para muchos pudiera ser un complejo concepto teológico en una experiencia palpable y visible que sobrepasa el mero adorno con la firme intención de recordarnos la extrema cercanía de Dios con la humanidad.
María en el Belén, Mujer creyente, madre de Dios
En el corazón mismo de nuestros belenes, la figura silenciosa de María transciende nuestro simple mirar, como todo lo sacramental: María sobrepasa la mera maternidad biológica para significar no sólo la maternidad divina que posibilita la humanidad del Hijo de Dios, sino también el gran modelo pedagógico de la fe, esto es, María la creyente.
Jamás olvidemos que el fiat de María, mujer humilde de Nazaret, contrasta con la duda de Zacarías, hombre y sacerdote posicionado en el templo: «Bienaventurado seas, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla»
(Mt 11,25).
No nos equivoquemos: la figura aparentemente silenciosa de María no es docilidad sumisa, salvo con Dios, pues su presencia nos irradia la extrema fortaleza de los que se saben en sus manos y nos interpela con una lección atemporal que nos llama a vivenciar de manera activa la fe, la esperanza y la caridad.
Así es María: la mujer creyente, modelo en la fe cuyos pasos hemos de seguir; la Madre de Dios, causa de nuestra alegría; y la Madre de la Iglesia, regalo que terminará resonando al pie de la cruz por boca de su Hijo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27).
José en el Belén, desde el silencio y la perseverancia
Y si el Niño brilla como Dios mismo y María como la Madre de Dios, la figura de José nos regala una humanidad discreta que no precisa más fulgores que los de su silenciosa fortaleza para con el plan de Dios y su familia, esto es, una obediencia sin fisuras que viene a encarnar en su paternidad el consejo que Dios nos regala en el libro de Job: «Escúchame en silencio y yo te concederé sabiduría».
En este marco, José acepta la llamada divina con una obediencia que no se fundamenta en las palabras, sino a través de las acciones concretas de la vida cotidiana. Como custodio de María y de Jesús, José asume la responsabilidad con valentía y confianza, dejando una lección clara para todos los cristianos de ayer, de hoy y de siempre: la fe no sólo se profesa, sino que se vive por medio de actos de amor y sacrificio.
Pero es que, además, José nos enseña el valor del silencio como espacio para atender a la voluntad de Dios: en una sociedad ruidosa, su figura nos invita a cultivar momentos de interioridad y contemplación.
Integrar su legado en la pedagogía contemporánea nos recordará continuamente que las grandes transformaciones que emergen como fruto del Espíritu no precisan grandilocuencia, sino perseverancia.
Los pastores del Belén, bienaventuranza de la revelación de Dios
La Dei verbum nos recuerda que Dios se da a sí mismo a los hombres para darles a conocer el misterio de su voluntad. Pero Mateo nos alerta: «Bienaventurado seas, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla» (Mt 11, 25).
Ni todos los tratados de Teología habidos y por haber podrán sobrepasar la sabiduría con la que Dios se regala por medio de su intencionada y pedagógica Revelación a la gente sencilla.
Y si Dios puso el ojo en María a cuenta de «la humildad de su esclava», como nos apunta el Magnificat, por el mismo motivo serán los pastores los primeros en recibir la gran noticia del nacimiento del Salvador; un acontecimiento que no es para nada casual, sino que porta un mensaje profundo: la grandeza de Dios no se revela a cuenta del poder o la erudición, sino frente a aquellos que lucen un corazón sencillo y dispuesto a acogerlo.
Por eso mismo, en un mundo donde el conocimiento se mide por títulos y logros, la figura de los pastores nos invita a redescubrir el valor de esa «Iglesia pobre y para los pobres», que reclama el papa Francisco: una llamada a la humildad y a la sabiduría cotidiana que Dios mismo sustenta.