Rematando las cúspides de las imponentes moles arquitectónicas que son las cajas de los dos órganos catedralicios, podemos observar a un angelote tocando un clarín.
Sin embargo, no se trata en este caso de una criatura angélica, sino de la representación alegórica, y de trasfondo mitológico, de la Fama. Según los antiguos romanos, lo que definimos como la notoriedad pública era un mensajero apresurado de Júpiter, de ahí sus alas, que vivía en un palacio situado en el centro del mundo, teniendo como compañía tanto a la gloria como al descrédito, la veracidad como la falsedad. No es de extrañar que la sugestión de esta figuración fuera heredada por el cristianismo, que tiene como referencia al mismo Jesús, cuya fama se extendía por todos los lugares, pero que se conservaba íntegro y humilde.
Talladas y estofadas en madera, estas imágenes malagueñas de la Fama son obra de los escultores Juan de Salazar y Antonio Medina, que las labraron entre 1778 y 1782. De gran tamaño, aunque no lo parezcan a causa de la altura donde se encuentran, tienen en común estar soplando una larga bocina, mientras que sujetan otra con la izquierda, en ademán de usar ambas alternativamente. Esto encierra un rotundo significado, ya que con ello se quiere expresar cómo la voz pública sobre algo o alguien puede ser difundida indiscriminadamente a los cuatro vientos, responda a una verdad o a una mentira. Con razón escribe san Pablo que nuestra vida discurre entre el honor y el agravio, entre la calumnia y la buena fama… (cfr. 2Cor 6, 8).