Carta a los sacerdotes en la clausura del Año de la Eucaristía

Queridos sacerdotes:

Culmina el año dedicado a la Eucaristía, que estamos viviendo con una especial atención espiritual y pastoral. Lo haremos con una “semana grande”, a modo de congreso eucarístico diocesano, con conferencias y meditaciones relevantes, pero, sobre todo, con la adoración eucarística que se ha extendido notablemente en nuestros templos, y agradeciendo este don inestimable en cada una de nuestras celebraciones. Gracias por vuestra colaboración constante y esforzada que ha hecho posible esta expresión de amor al Señor. Gracias por presidir a diario la Eucaristía que alimenta nuestras vidas, y por educar a los fieles en la adoración del Señor.

 

CRISTO EUCARISTÍA: FUNDAMENTO DE NUESTRA ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

Me dirijo a vosotros pidiendo al Señor que renovemos con esta ocasión el propósito de que Cristo Eucaristía sea el fundamento de nuestra espiritualidad sacerdotal. Si la Eucaristía, como dice el Concilio Vaticano II, “es la raíz, centro, culmen, meta de la vida cristiana” (LG 11), debe ser también para nosotros el sello carismático que marque nuestra espiritualidad, nuestra personalidad y toda la vida sacerdotal. Es la fuente y sentido último de la existencia sacerdotal (PO 6;13). Como nos ha recordado Francisco, “no agradeceremos nunca bastante al Señor el don que nos ha hecho con la Eucaristía … No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza. Pidámosle, entonces, que este sacramento siga manteniendo viva su presencia en la Iglesia” (Audiencia 05.02.2014). Gracias al sacramento de la Eucaristía nos hacemos misteriosamente contemporáneos del acontecimiento del cenáculo y de la cruz, de la muerte y resurrección de Cristo. De este modo, haciendo de la Iglesia una Eucaristía, la Eucaristía hace la Iglesia mediante la consagración, la comunión, la contemplación y la imitación.

El Cenáculo es la cuna de nuestro sacerdocio, donde hemos nacido con la Eucaristía y para la Eucaristía, que no existiría sin nosotros, pero también es nuestra escuela de vida sacerdotal. Nosotros hemos de sentir en ella, más que nadie, el abrazo de nuestro querido Jesucristo, siempre buscado, amado, contemplado, estudiado y predicado. Nuestro camino de santidad, como predicaba fascinado San Manuel González, es “llegar a ser hostia en unión de la Hostia consagrada”. Su experiencia le demostraba que el trabajo de rodillas ante el sagrario es infinitamente más fecundo que cualquier otro. De esta experiencia nace la necesidad de anunciar a todos su amor: “¡Ay de mí, si no evangelizara!” (1 Cor 9, 16), “Me urge el amor de Cristo” (2 Cor 2, 14).

 

MISTERIO DEL AMOR, CENTRO  DE LA VIDA SACERDOTAL

La Eucaristía es el misterio del amor sorprendente de Cristo que se quiere quedar con nosotros antes de volver al Padre, haciéndose apoyo de nuestra debilidad y alimento de nuestras almas. Cada día nos regala el memorial que actualiza de modo incruento el único sacrificio de la cruz, que es el misterio de nuestra fe, la eterna alabanza y acción de gracias que Cristo tributa la Padre y que cada día renovamos en el altar. Aquí está presente de tal modo, real y substancial, que lo convierte en el sacramento por excelencia, manantial de la vida y de la misión de la Iglesia, esperanza firme frente al pecado y frente a los poderes del mundo.

Poder realizar como sacerdotes la consagración in persona Christi debe ser ocasión permanente de asombro y gratitud, y un estímulo para identificarnos con Él. Dios ha puesto su cuerpo en nuestras manos y se humilla diariamente ante nosotros. Acerquémonos a él humildes y arrepentidos de nuestros pecados, temblando ante la grandeza del don que recibimos, sabiendo que no somos dignos. Antes de acogerle reconozcamos su grandeza y majestad; digamos, al menos, como Juan el Bautista: “¿Tu vienes a mí?” (Mt 3,14), y ¿qué esperas de mí?, ¿cómo acogerte en mis manos, y a dónde llevarte?, ¿con qué corazón recibirte? Sólo podemos acoger a Dios como Dios, aceptando su voluntad con pureza de intención, como hacemos patente siempre al comulgar “el cuerpo de Cristo”, respondiéndole: “Amén”.

Aprendamos de San Juan de Ávila, para quien la Santa Misa era el centro de su vida sacerdotal y el centro de su evangelización. La celebraba pausadamente, con lágrimas en los ojos “trátelo bien, que es Hijo de Buen Padre”, decía a un sacerdote en el convento de Santa Clara de Montilla cuando celebraba la Eucaristía con cierta ligereza. “Junte vuestra merced a esta consideración, de quién es el que al altar viene, el por qué viene, y verá una semejanza del amor de la encarnación, del nacimiento, de la vida y de su muerte, que le renueve lo pasado. Y si entrare en lo íntimo del Corazón del Señor y le enseñare que la causa de su venida es un amor impaciente, violento, que no consiente al que ama estar ausente de su amado, desfallecerá su ánima en tal consideración”.

“Mucho se mueve el ánima considerando: «A Dios tengo aquí»; más cuando considera que del grande amor que nos tiene —como desposado que no puede estar sin ver y hablar a su esposa ni un solo día— viene a nosotros, querría el hombre que lo siente tener mil corazones para responder a tal amor, y dice como San Agustín: “Señor, ¿qué soy yo para ti, cuando me mandas que te ame? ¿Qué soy yo?” ¡Y tanto deseo tienes de verme y abrazarme, que, estando en el cielo con los que tan bien te saben servir y amar, vienes a este que sabe muy bien ofenderte y muy mal servirte! ¡Que no te puedes, Señor, hallar sin mí!

¡Que mi amor te trae! ¡Oh, bendito seas, que, siendo quien eres, pusiste tu amor en un tal como yo! Y que vengas aquí con tu Real Presencia y te pongas en mis manos, como quien dice: “Yo morí por ti una vez y vengo a ti para que sepas que no estoy arrepentido de ello; más si me has menester, moriré por ti otra vez”» (Carta 6, O.C. IV, 44).

En la Eucaristía celebrada y adorada, el Señor Crucificado y Resucitado toma posesión del hombre para transformarlo en sí. Con la fuerza propia de este sacramento el mal es derrotado en el corazón, una nueva creación rehace las ruinas del pecado, y, donde la muerte es derrotada, se recobra la vida. La celebración de la Eucaristía es, pues, la verdadera schola veritatis que nos hace capaces de amar y nos devuelve la libertad para el servicio y la entrega. Nuestro sacerdocio debe tomar forma de la Eucaristía. Mons. D. José María García Lahiguera, maestro de sacerdotes y gran renovador de la vida sacerdotal, promotor de la instauración de la fiesta litúrgica de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, decía: «No hay aquí más que un amor de Dios: ‘Caritas Christi’. Un amor nuestro, correspondiendo. Por tanto, el sacerdocio es una acción de gracias, en correspondencia a la llamada del Señor, en servicio perenne a la Iglesia, en entrega a las almas. Tríptico admirable, que es, si me lo permitís, lo que define a Cristo: el Padre, la Iglesia y las almas». Enamorado del sacerdocio y de la santidad sacerdotal, repetía: «Si no soy santo, ¿para qué soy sacerdote?; y si soy sacerdote, ¿por qué no soy santo?». El ministerio sacerdotal que actualiza permanentemente el sacrificio de Cristo debe ser vivido con espíritu de oblación, de entrega, de sacrificio personal, en definitiva, con las mismas actitudes y sentimientos de Cristo Sacerdote, Cabeza y Pastor de la Iglesia: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad».

 

¡ADOREMOS Y CELEBREMOS A JESÚS EN EL SACRAMENTO DEL ALTAR!

Jesús, presente en cada sagrario, reclama nuestra atención y oración. Quiere consolarnos, animarnos, transformarnos, para que adquiramos sus sentimientos de humildad y su obediencia al Padre, de modo que vivamos una existencia eucarística. Adoremos a Jesús en el santísimo sacramento del altar, haciendo nuestra la profecía: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37), viviendo en la fe la contemplación que los santos en el cielo poseen por visión (cf. Ap 5,1ss), volviendo después a nuestros hermanos como Moisés al bajar del Sinaí (cf. Ex 34,29), con el rostro radiante por haber contemplado al Señor. Arraiguemos en ella nuestra existencia sacerdotal para dar frutos de adoración al Padre, de entrega de la vida por amor, para no confundir las riquezas vanas de las verdaderas, que son Jesucristo y su amistad; para no dejarnos atrapar en la confusión del bienestar y los mitos de la autorrealización; para ser “pescadores de hombres” que llevan a los hombres a la vida verdadera, a la luz de Dios. Imitemos al Cura de Ars, que amaba tanto a Cristo eucaristía y se sentía irresistiblemente atraído hacia el tabernáculo: “No es necesario hablar mucho, se sabe que el buen Dios está ahí en el Sagrario, se le abre el corazón, nos alegramos de su presencia. Y esta es la mejor oración”. Su devoción a Cristo eucaristía era realmente extraordinaria. Decía: “Está allí aquél que nos ama tanto, ¿por qué no le hemos de amar nosotros igual?”.

Reunidos en torno al altar del sacrificio de Cristo –pues la Eucaristía es el memorial de la muerte del Señor—, repartimos su cuerpo y su sangre derramada para la remisión de los pecados. Este alimento nos compromete a entregarnos dando la vida. Celebremos, anunciemos, comuniquemos la misericordia infinita de Dios, pues está en juego la salvación y santificación de los hermanos que “Dios adquirió con la sangre de su propio Hijo” (Hch 20,28). Cristo, presente en la Eucaristía, es pan donado, pan partido, pan comido. Quien come de este pan vive de su misma vida: “El que me come vivirá por mi” (cf. Jn 6,57). La experiencia de comunión eucarística nos adentra en un proceso de donación, en el auténtico milagro de nuestra conversión, y sana nuestra disgregación, nuestro corazón dividido, y nos hace pan partido para los hermanos. Vivir, celebrar y adorar la eucaristía nos hace vivir en comunión con Él, y nos enseña a mirar a los demás con los ojos de Jesús. Que el sacramento de la unidad nos haga servidores incondicionales de la unidad, como siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios (cf. 1Cor 4,1). La Eucaristía nos lleva a ser solidarios con los demás, haciéndonos promotores de armonía, de paz, y especialmente a compartir nuestros bienes con los necesitados.

En cada Eucaristía nos ponemos sacramentalmente, como María y Juan, bajo la cruz actual, y participamos en la liturgia del cielo, delante del Cordero inmolado por nosotros (Ap 5,5-8; 1Pe 1,19). Crece así, sin duda, nuestra esperanza al contemplar la cruz como victoria que nos salva. Solo comprendiendo la eucaristía como memoria passionis Christi es como podemos evocar también la historia de la pasión del mundo que sufre. El Agnus Dei, el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, que es el Cordero degollado por nosotros, implora en cada misa la misericordia y la paz para nuestro mundo y pone nuestro ministerio sacerdotal bajo el signo de la cruz. La Eucaristía hace presente el mayor gesto de amor a Dios y de amor al prójimo más perfecto que existe, porque Jesús tomó en la Última cena sus sufrimientos y su misma muerte y los transformó en ocasión del amor más grande, el que ofrece y da la vida por las personas amadas (cf. Jn 15,3). En ella nos abrimos al dinamismo de amor que Jesús inauguró en su pasión. Desde el altar se nos da la capacidad para negarnos a nosotros mismos, tomar la cruz de cada día y seguir a Jesús. Busquemos aquí nuestro consuelo cargando con la cruz de cada ocasión de entrega a los demás, o de persecución si la hubiese, los sinsabores de las renuncias y nuestro descanso en la fatiga, el orden y las prioridades en nuestros trabajos, el deseo de entregarnos abnegadamente sin compensaciones humanas.

 

COMO JESÚS, BUEN PASTOR E INTERCESOR

Hermanos sacerdotes: que la Eucaristía, el gran legado de Jesús, sea el lugar central y primordial de cada día, y que, al resonar en nosotros las palabras del Señor, “haced esto en memoria mía” (Lc 22,19; 1Cor 11,24-25), encontremos el vigor necesario para vivir este don supremo que reúne, purifica y transforma la Iglesia en un solo cuerpo de Cristo animado por un solo Espíritu (cf. Ef 5,29). Con los sentimientos sacerdotales del Buen Pastor, seamos testigos de la presencia del Reino de Dios entre nosotros, de este don del Amor, del encuentro con el Dios que nos ama, de la fuente de vida que mana hasta la vida eterna.

El resucitado está permanentemente con nosotros y en nosotros, se regala a sí mismo en su cuerpo y en su sangre con un amor imposible de superar, se hace manjar y bebida de la vida nueva y eterna (Jn 6,35.48- 49.54.58), y es don permanente, algo tan sublime y tan inmenso que solamente podemos celebrar como una acción de gracias, como “eucaristía”.

La oración de intercesión característica de los sacerdotes encuentra toda su fuerza en la Eucaristía. «Interceder, pedir en favor de otro es […] lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios» (Catecismo I.C. n. 2635). Debemos orar siempre por los demás, suplicar por las necesidades de todos e incluso en su nombre, tomando su lugar, con fe y perseverancia, siguiendo el modelo del Señor Jesucristo: “Por esto también puede salvar por completo a los que por medio de él se acercan a Dios, puesto que vive para siempre para interceder por ellos” (Heb 7,25). Jesús es el intercesor que nos enseña a interceder. Quien se atreve a seguir a Jesús en su oración está persuadido de que recibirá el don del Espíritu, que convierte la vida en ofrenda sacerdotal al Padre. El don de la oración requiere un aprendizaje largo, una entrega disciplinada y un amor probado a quienes nos rodean. También forma parte de nuestra misión sacerdotal apelar al corazón misericordioso de Dios, interceder por cuantos nos ha confiado en el ministerio, sabiendo que nunca se resiste a las almas humildes que lo buscan con insistencia y con fe. El corazón compasivo del Señor se deja conmover, compadecer y tocar por nuestras miserias y pobrezas, terminando por derramarse sin cesar. De un sacerdote santo se dice: “Este es el pastor bueno, el que ora mucho por su pueblo” (Antífona del Común de Pastores).

 

VOSOTROS SOIS MIS AMIGOS

El Señor no trata a sus sacerdotes como siervos, sino que los ama como amigos, y revela así el misterio más profundo de Dios, porque Dios es amor (1Jn 4,8.16). El sacerdocio de Jesús es, pues, amistad que llega al extremo con un solo objetivo: “Que vuestro gozo sea completo” (Jn 15,11; cf. 16,24; 1Jn 1,4; 2Jn 12). Nunca acabaremos de penetrar lo suficiente en este misterio de amor, de predilección, de salvación al que nos ha llamado. La Eucaristía celebrada con unción y constantemente adorada nos adentra en su intimidad y misterio, fortalece nuestra entrega y entusiasma nuestro corazón. El Señor nos invita a ello para llenarnos de gozo en el ministerio, y para que rebose de alegría el pueblo santo de Dios que nos ha encomendado.

Se nos ha dado a gustar el “pan del cielo que contiene en sí todo deleite”, y en cada Eucaristía “anunciamos la muerte del Señor, hasta que venga” (1Cor 11,26). Que la comunión eucarística aliente en nosotros y en nuestros fieles la nostalgia del encuentro definitivo con el Señor en la gloria, con la sabiduría de “sopesar los bienes de la tierra amando intensamente los del cielo”. A quien ama no le basta una presencia escondida y parcial, sino que aspira ardientemente ver cara a cara. Puesto que esperamos con las lámparas encendidas que venga el Esposo (cf. Mt 25), salgamos a su encuentro y, con el Espíritu y la Esposa, digamos a Jesús: “Ven” (cf. Ap 22, 17).

+ Rafael, Obispo de Cádiz y Ceuta

 

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