El evangelio que escucharemos en la liturgia de este domingo XXVIII del tiempo ordinario nos presenta a Jesús retomando el camino que le lleva a Jerusalén (Mc 10,17-30). La gente le sigue y el Maestro deja que se acerquen a él con naturalidad. En este contexto, en el preciso momento de inicio de la marcha, un hombre inoportuno se acerca con prisa a Jesús para demandar una respuesta a su preocupación sobre la vida eterna. El texto describe que aquel hombre angustiado “se arrodilló” delante de Jesús preguntándole casi a bocajarro: “¿Qué tengo qué hacer para heredar la vida eterna?” Parece una paradoja que el hombre en cuestión disfrutando de una vida resuelta y lisonjera se halle preocupado y ansioso por el más allá. De alguna manera, su proceder es lógico, porque resuelto el enigma de la vida eterna tendría asegurada toda su existencia, cosa que el dinero por si no le puede dar.
La respuesta de Jesús a la pregunta formulada remite al interpelante a lo prevenido en la Ley de Dios que conoce al detalle y cumple por su condición de judío. San Marcos describe en el pasaje a una figura ideal del perfecto judío. Pretende de este modo evidenciar de forma clara el contraste del que cumple las normas mandadas, que son guía del pueblo desde Moisés, y las nuevas exigencias del reino de Dios que anuncia Jesús.
La respuesta de Jesús, curiosamente, se centra en los mandamientos que se refieren al prójimo soslayando aquellos que se refieren a Dios. El evangelista añade en su enumeración, con mucha intención, el precepto de “no estafarás, no defraudarás”, que tan oportuno venían al caso. También coloca el cuarto mandamiento en el último lugar con el propósito de subrayar la radicalidad de la llamada a formar parte del grupo de seguidores. Éstos sobrecogidos comentan: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?”
Al judío cumplidor de la Ley Jesús le invita a dar un paso adelante en su vida interior. Le ofrece que le siga por el camino. Le llama para que forme parte del grupo de discípulos con la condición de que se libere de las ataduras del dinero y de las cosas que tanta seguridad ofrecen en el más acá. El hombre que cuestiona a Jesús esperaba quizás encontrar una receta o una fórmula mágica para serenar su ánimo, pero se encuentra con una exigencia que le desconcierta de tal suerte que aquel que corrió para buscar solución a su angustia ahora se aleja malhumorado, “frunciendo el ceño” y desapareciendo “pesaroso” de la presencia de Jesús.
La causa de su pesar y tristeza tenía una explicación: “porque era muy rico” y la propuesta de Jesús de liberarse de las cosas se le hace en extremo exigente. El texto ya advierte que es difícil que un rico entre en el reino de los cielos. Y es cierto. Pero, en todo caso, la acumulación de bienes y la confianza en ellos, supone siempre un obstáculo serio para seguir a Jesús. De hecho, la acumulación de riqueza, a la postre, como bien sabemos, tiene su origen en la explotación de los pueblos y de las personas. De una manera u otra, este hombre está implicado por su riqueza, en la injusticia de la sociedad y no siente especial deseo de cambiar de situación.
Oí hace años una frase lapidaria al teólogo chileno Ronaldo Muñoz hablando de las relaciones Norte – Sur que decía: “Mientras el Sur muere de hambre, el Norte muere de empacho”. Unos, en consecuencia, no tienen lo básico para sobrevivir y otros padecen las enfermedades de la abundancia. No es justo. En verdad, pocos tienen mucho y muchos tienen poco. Si hay pobres, es evidente, es porque hay ricos.
También los discípulos se sienten afectados por la enseñanza exigente de Jesús. Pedro alza la voz para dejar constancia de lo mucho que han dejado para seguir al Maestro y se pregunta si realmente ha merecido la pena. La respuesta de Jesús es firme, “os aseguro” que en este mundo recibiréis el “el ciento por uno”, y en la edad futura, “la vida eterna”.
Manuel Pozo Oller
Párroco de Montserrat