Aconsejo a mis lectores que se acerquen sin prejuicios al pasaje que nos propone el evangelio de san Marcos en la liturgia de este domingo XXVII del tiempo ordinario (10,2-16). Les invito a dejar a un lado el filtro de las ideologías para intentar comprender qué dice el texto inserto en un contexto religioso y cultural propio de su época. Hagamos en nuestra lectura y meditación lo que nos aconseja sabiamente san Ignacio de Loyola y situémonos en el espacio y el tiempo. En un contexto secular, el escritor Antonio Gala, nos hace la misma recomendación que el santo de Loyola para acercarnos a la comprensión de un texto (Texto y pretexto, 1977). Con buen ánimo y con una mente abierta para buscar la verdad les animo a adentrarse en un texto difícil y polémico para el lector contemporáneo.
El grupo de fariseos gustaba poner en aprieto a Jesús siempre con la intención malévola de desacreditarle. La pregunta de los fariseos sobre la ley de repudio a la mujer responde a un tema debatido con frecuencia y pasión en las escuelas rabínicas. El tratamiento del tema siempre era con ese tono “machista” que no reconoce a la mujer como persona ni a la esposa como igual. Las discusiones en torno a la sinagoga recogidos en los textos más sobresalientes de Talmud y la Misná ponen de los nervios a quien tiene la paciencia de leerlos.
Jesús conoce la ley mosaica. La ley de repudio mosaica significaba que el hombre podía despedir a su mujer por cualquier motivo, sin explicación prácticamente alguna. (Dt 24,1-4). Este modo de proceder refleja el convencimiento de la superioridad del hombre sobre la mujer y el completo y absoluto dominio sobre ella. Los evangelistas comentan que las mujeres en su marginalidad y exclusión no eran consideradas como personas ni siquiera para hacer bulto ni para hacer número. Un ejemplo. El evangelio de san Mateo, cuando relata el signo de la multiplicación de los panes y los peces, desde su óptica judía, comenta el hecho acaecido diciendo que Jesús “dio de comer a cinco mil hombres sin contar a mujeres ni niños” (14,21). La mujer, que triste y doloroso, no contaba ni para contar.
La insignificancia de la mujer es el núcleo del problema que se agrava cuando la pone su marido/protector en la puerta de la calle. La pregunta de los fariseos tiene su retranca porque es el hombre quién decide de modo soberano sobre la vida de la mujer y ésta, desamparada de su protección, sin ayuda de nadie, estaba condenada a la miseria extrema. El divorcio es un problema, pero infinitamente mayor la situación de la mujer/esposa que era víctima de una legislación cruel sin reconocimiento de ser persona. Aquí se halla el nudo gordiano del problema. La marginación de la mujer/esposa es asumida sin problema. El drama aparece cuando a la mujer repudiada se le entrega “la carta de libertad” y allá te las apañes en mitad de la calle.
Moisés en su normativa en manera alguna procedió contra la ley de Dios recogida en la Escritura. Al contrario, pretendió dar respuesta a la realidad de la mujer repudiada con el objetivo claro de defender su dignidad y su vida. Era muy difícil tomar una decisión en la disyuntiva de cumplir las Escrituras y/o atender el drama de la mujer.
Jesús comenta el modo de proceder de Moisés “por la obstinación y la terquedad del pueblo” pero recuerda sin reservas la ley de Dios y la meta a la que hemos de aspirar: “desde el principio de la humanidad los creó hombre y mujer” (Gn 1,27). Iguales el hombre y la mujer con vocación de complementariedad por lo que dejarán “a su padre y a su madre y serán los dos una sola carne” (Gn 2,24).
Termino mi reflexión con una frase del filósofo francés Gabriel Marcel, que muestra la grandeza sin límites del amor bendecido por Dios: “amar significa decir al otro tú jamás morirás”.
Manuel Pollo Oller
Párroco de Montserrat