Catedral de Sevilla, 21 de septiembre de 2024.
Lecturas: Ef 4, 1-7. 11-13; Sal 18; Mt 9, 9-13.
“Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió.” (Mt 9,9).
Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración: Rectores y formadores de nuestros Seminarios, Consejo Episcopal, Cabildo de la Catedral, presbíteros, diáconos, seminaristas, miembros de la vida consagrada, miembros del laicado, hermanos todos en el Señor. Queridos Manuel Camacho, Alberto Jesús, Manuel Carrasco, Pedro, Javier, Ángel, Teodomiro, Lukas, Cristian, Andrés y Sujith, que recibiréis la ordenación diaconal. Saludo a vuestras familias, que os acompañan en un día tan señalado, las aquí presentes y las que siguen la celebración a través de los medios de comunicación.
Hoy celebramos la fiesta de san Mateo, Apóstol y Evangelista. Era publicano de profesión cuando recibió la llamada de Jesús, pero se levantó y le siguió, según el relato del evangelio. Jesús acoge en el grupo de sus más íntimos a un hombre que, según la concepción religiosa de Israel en aquel tiempo, era considerado un pecador público, porque Mateo colaboraba con una autoridad extranjera, el imperio romano, cuyos tributos solían establecerse de modo arbitrario y abusivo. Por este motivo, los publicanos eran considerados hombres injustos y ladrones. A pesar de su situación, Jesús no lo excluye ni de su llamada ni de su amistad; más aún, responderá a los que se escandalizaban que no necesitaban médico los sanos sino los enfermos; que no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Mc 2, 17). La buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia a todos.
Es muy significativo el hecho de que Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús, levantándose y siguiendo al Maestro. La brevedad de la frase refleja la prontitud de Mateo en la respuesta. Esto implicaba para él dejarlo todo, dejar un modo de vida acomodado, una fuente de ingresos de dudosa moralidad pero más que segura y abundante. Comprendió que seguir de cerca a Jesús era incompatible con su modo de vida y con su trabajo. En contraste con lo sucedido en la llamada de Jesús al joven rico, este publicano se levantó, y dejándolo todo, siguió al Maestro.
Vosotros también habéis sido llamados, y habéis seguido al Señor, y hoy recibiréis el diaconado, un don del Espíritu Santo para servir a la Iglesia. Como ministros del altar, proclamaréis el Evangelio, prepararéis la Eucaristía y distribuiréis a los fieles el Cuerpo y la Sangre del Señor; de acuerdo con la misión recibida del obispo, exhortaréis y educaréis en la fe, presidiréis la oración, administraréis el bautismo, asistiréis al matrimonio, llevaréis la comunión a los enfermos y el viático a los moribundos, presidiréis las exequias, y serviréis especialmente a los más pobres y pequeños.
Sois llamados y enviados a servir a todo el pueblo de Dios, con especial predilección por los más necesitados, al igual que el Señor. Habéis venido libremente para recibir el orden del diaconado, deseosos de ejercer este ministerio con sencillez y generosidad. Cumpliréis este ministerio observando el celibato, una relación íntima con Cristo para vivir la entrega total de sí mismos al Señor y al rebaño encomendado. Movidos por un amor sincero a Jesucristo os consagraréis a él de una manera nueva, os uniréis a él sirviendo a Dios y a los hombres, y trabajaréis para que todos vivan plenamente como hijos de Dios. Trabajaréis con empeño para que la Palabra de Dios ilumine la vida de las personas, renueve su corazón, lo llene de esperanza y alegría; porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, transforma la mente y el corazón, y se proyecta para renovar todas las cosas, todos los ámbitos de la vida personal, eclesial y social.
La Plegaria de Ordenación nos recuerda que en los inicios de la Iglesia los Apóstoles eligieron como colaboradores suyos en el ministerio de cada día, siete hombres bien vistos de todo el mundo y les encargaron el servicio de los pobres, para poder dedicarse ellos más plenamente a la oración y a la predicación de la palabra. Pediremos al Señor que envíe sobre vosotros el Espíritu Santo, para que os fortalezca y podáis cumplir fielmente vuestro ministerio diaconal mediante la vivencia de las virtudes evangélicas: el amor sincero, el celo por los pobres y los enfermos, la autoridad humilde, la pureza de vida y el comportamiento según el Espíritu. Sobre todo, imitando a Nuestro Señor Jesucristo, que no vino a ser servido sino a servir.
El P. Torres, sacerdote de nuestro presbiterio, canónigo de esta Catedral, que será beatificado el próximo nueve de noviembre, pocos días antes de su muerte recomendaba a sor Ángela de la Cruz que las hermanas “a los enfermos los tratasen en todo momento con verdadera veneración, viendo en ellos la imagen de Jesucristo, que les besaran los pies en señal de servicio y que jamás les hablasen de tú, pues ellos eran los señores a quienes servían las Hermanas de la Cruz; que lucharan con ahínco con el “yo” que carcomía a las comunidades: “No ser; no querer ser; pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera”.
San Pablo nos exhorta asimismo a la humildad y amabilidad, a la comprensión, a sobrellevarnos mutuamente con amor y mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. “Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos” (vv. 5-6). Mantener la unidad es condición indispensable para ser creíbles en nuestro ministerio. La unidad se vive a través de una mirada a la Trinidad Santísima, su fuente y origen; una mirada a la Iglesia, familia de la que formamos parte; y, en tercer lugar, una mirada a sus personas, estructuras, y a su misión evangelizadora. La unidad se vive desde la conciencia de Iglesia, desde la solidaridad entre los miembros, desde la necesidad de que cada miembro cumpla su misión específica, aporte su cooperación imprescindible buscando siempre el bien común. Señala Romano Guardini que la Iglesia «no es una institución inventada y construida en teoría…, sino una realidad viva… Vive a lo largo del tiempo, en devenir, como todo ser vivo, transformándose… Sin embargo su naturaleza sigue siendo siempre la misma, y su corazón es Cristo» (Meditaciones de La Iglesia del Señor, 1965).
María santísima es la Madre y Maestra que nos conduce por el camino de la unidad. Ella mantuvo unánimes a los apóstoles en la Iglesia naciente y enseña a los discípulos de su Hijo a vivir en comunión con Dios y en comunión fraterna. En María, la sierva del Señor, encontraréis inspiración y ejemplo. Contempladla en el misterio de su Visitación, cuando se pone en camino y va con decisión a la montaña, a la casa de Zacarías e Isabel. Un viaje misionero por el que sale de sí misma, de su casa, de sus seguridades, y va más allá. Ahí está la clave de vuestra vida de diáconos: una existencia en salida, en peregrinación, más allá de la rutina, de la comodidad, del miedo, del egoísmo y del egocentrismo.
En su respuesta al anuncio del ángel se define a sí misma como “la esclava del Señor”. Por eso se dirige con diligencia a la casa de Isabel para ofrecerle toda la ayuda que pueda necesitar. Ahora bien, el mayor servicio de María consiste en llevar y ofrecer a Jesús. Este es el corazón y la culminación del servicio y de la misión evangelizadora. Encomendamos a la protección de nuestra Reina y Madre, la Virgen de los Reyes, a los nuevos diáconos. Pedimos al Señor que Manuel, Alberto Jesús, Manuel, Pedro, Javier, Ángel, Teodomiro, Lukas, Cristian, Andrés y Sujith, vivan estas actitudes de servicio a Dios y a los hermanos, y que proclamen la Buena Nueva del Evangelio con valentía y nuevo ardor. Así sea.
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