Jesús continúa manifestándose a sí mismo y mostrando el Reino de Dios a través de los signos-milagros que realiza, siendo sus discípulos los principales testigos, en ocasiones solo le acompañan unos pocos.
Después de haberse enfrentado a las fuerzas del mal, representadas en el fenómeno natural de la tormenta, y de haber logrado controlarlas, nuevamente en Galilea suceden dos gestos que el evangelista une con un denominador común: el poder y la fuerza de la fe.
Tenemos dos protagonistas que coinciden en ser ambas mujeres (una niña y una adulta) y además enfermas, dos razones que subrayan el estado de marginación y de sufrimiento en el que se encontraban. En el caso de la niña es su padre, Jairo, el que hace de mediador y busca a Jesús para que la sane cuando no ha encontrado solución en su religión como jefe de la sinagoga. En el caso de la mujer hemorroisa, esta es anónima y nadie le acompaña, vive en la extrema soledad y se ha arruinado económicamente sin encontrar solución en la medicina y en la ciencia de la época.
Jesús cura a una mujer que se ha acercado a él apoyada en la fe y que ha superado el obstáculo de la multitud, e incluso el miedo a ser descubierta. Por otro lado, Jesús no sana la niña, no le devuelve la salud porque llega tarde y ésta muere, sin embargo, va más allá y traspasa los límites de lo que era impensable e imposible: la resucita y le devuelve la vida. Por eso, el mensaje fundamental de estas dos historias milagrosas es el poder de la fe en Jesús, como Señor y dador de salud y de vida.
Emilio J. Fernández, sacerdote
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