La fe, porque es seguridad de lo que no se ve, para hacerse fuerte y crecer, debe ser sometida a prueba. Las virtudes, tanto las naturales como las sobrenaturales, se fortalecen cuando se ejercitan. El ejercicio de las virtudes teologales es siempre colaboración con la gracia, que precede, acompaña y guía los actos de la voluntad libre. Por eso, para que la fe, la esperanza y la caridad crezcan, más importante que hacer cosas es acoger la ayuda de Dios. Sin oración y sin frecuencia en el trato con Cristo sobre todo en los sacramentos, no hay crecimiento posible en las virtudes teologales. Vemos entonces, una vez más, por qué es tan importante cuidar la celebración del Domingo, la participación en la Santa Misa y considerar como un bien prioritario la confesión frecuente. Sin eso, aunque hagamos por fuera cosas que hacen los cristianos, por dentro estaremos vacíos de la vida de Cristo, y nuestra manera de pensar y de actuar serán como la de quienes no conocen a Cristo ni a la Iglesia. Este es el drama de tantas personas de grupos cristianos, de parroquias, de hermandades y cofradías, o de movimientos, que participan en actividades que se dicen cristianas, pero no viven la fe en el matrimonio, en la familia, en la educación, en el trabajo o con los vecinos, en la vida pública o en la política. Dan prioridad a cosas externas, quizás solo para aparentar, pero como no tienen vida interior, no cuidan la eucaristía ni la confesión, y cuando vienen problemas se hunden y se rebelan contra el Señor y contra su Iglesia.
El evangelio que la liturgia nos propone este Domingo nos habla precisamente de la falta de fe. Al atardecer, Jesús se embarca con los discípulos para cruzar a la otra orilla del lago. De repente se levanta una fuerte tempestad y la barca se tambalea por el oleaje. Los discípulos se aterrorizan porque ven a Jesús dormido y descansando en la popa de la barca. “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”, le gritan. Así de terrible es la reacción de quien tiene poca fe: a Aquel que ha venido al mundo para salvarnos, le culpamos de nuestros miedos. Refiere entonces el evangelista que Jesús, poniéndose en pie, increpó al viento y mandó callar al mar, cesando de inmediato la tormenta. En ese momento, el Señor les planteó la pregunta decisiva: ¿por qué tenéis miedo? ¿aún no tenéis fe? Jesús relaciona la falta de fe con el miedo. Quien cuida el trato con Jesús, va teniendo su misma mirada. Y entonces la seguridad de lo que no se ve es más fuerte que el miedo que entra por los sentidos. Si creer es tener la mirada de Jesús, no hay duda de que la fe vence los miedos.
Al llegar al final de un curso pastoral, la pregunta de Jesús nos ayuda a centrarnos en lo realmente importante para hacer balance. Después de este curso, ¿nuestra fe es más fuerte? Dejemos que el Señor cure nuestros miedos, pecados e infidelidades, y pidámosle cada día que nos aumente la fe.
+ José Rico Pavés
Obispo de Asidonia-Jerez