Los ecos de la celebración de Pentecostés nos llevan, en la Octava del Corpus Christi, a la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y a su prolongación mariana en la conmemoración del Inmaculado Corazón de María. Ambas celebraciones, en este año, aparecen como preámbulo del Domingo Décimo del Tiempo Ordinario, en que resuena la palabra vigorosa de Cristo que advierte de las gravísimas consecuencias de la blasfemia contra el Espíritu Santo y nos desvela que entran a formar parte de su familia quienes cumplen la voluntad de Dios. Quienes consideran que las obras de Cristo son de Satanás, se cierran a la salvación de Dios y, por eso, pecan contra el Espíritu Santo. El que hace suya la voluntad de Dios, hasta tal punto entra en comunión con Él, que es considerado por Jesús familia suya. Tanto la cerrazón que impide acoger la Gracia como la docilidad para querer lo que Dios quiere son actitudes del corazón. Poner la mirada de fe en el misterio del Corazón de Cristo es antídoto frente a la cerrazón del pecado y medio eficaz para permanecer en el amor de Dios.
La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos lleva eficazmente al testimonio del discípulo amado, que él mismo refiere en el cuarto evangelio. El evangelista san Juan refiere dos hechos que sólo él refiere a propósito de la crucifixión de Jesús: la entrega de María como Madre (cf. Jn 19, 25-27) y la lanzada que traspasa el costado de Cristo hasta brotar sangre y agua (cf. Jn 19, 34). Al referir este hecho añade una expresión singular: el que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis (Jn 19, 35).La fuerza de su testimonio descansa en el cumplimiento de la Escritura, por eso añade: Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 36). Así, al referir que del costado traspasado de Cristo brotó sangre y agua, san Juan no se limita a decir que en la muerte de Jesús el sufrimiento ha sido extremo, sino que, sucediendo eso, se estaba cumpliendo además un misterio anunciado desde antiguo.
La primera cita (no le quebrarán un hueso) nos remite a dos pasajes del Antiguo Testamento, del libro del Éxodo y de los Números, en los que se prescribe cómo debe ser el animal para la celebración de la cena pascual: un cordero sin defecto, al que no se le quebrará un hueso (Ex 12, 46; Nm 9, 12). Cuando el discípulo amado atestigua que, a Jesús, una vez muerto, no le rompieron las piernas, está invitando a creer que Él es el Cordero sin mancha, inocente, que, con su entrega, ha sellado para siempre la nueva y definitiva alianza.
La segunda cita (mirarán al que traspasaron) nos lleva al profeta Zacarías, en el pasaje que anuncia el culmen de la salvación el día del Señor. El profeta anuncia algo sorprendente: ese día el Señor derramará perdón, llamará a la oración, volverán los ojos hacia Él y lo reconocerán traspasado. Y ahora, en el Calvario, san Juan evangelista reconoce que ese momento ha llegado. Pero Zacarías aún dice más: ese día harán llanto, como se llora al hijo único (cf. Zac 12, 10) y aquel día brotará una fuente para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, remedio de errores e impurezas (Zac 13, 1).
El testimonio de san Juan evangelista nos dispone al acto de fe: cuando se abrió el costado de Cristo brotó el torrente del amor de Dios nacido de su Corazón, un torrente que perdona al que pone su mirada en Él, se deja abrazar en oración de lágrimas y bebe para saciar su sed. Acojamos el testimonio del discípulo amado y vivamos la octava del Corpus Christi, poniendo nuestro corazón junto al Corazón de Jesús.
+ José Rico Pavés
Obispo de Asidonia-Jerez