Acabando el mes de mayo, después de una larga y fértil travesía humana y sacerdotal, José Luis Cejudo Moreno, al fin, pudo “dar a la caza alcance”. Y lo hizo, parafraseando a san Juan de la Cruz, sin haber “cogido las flores, ni temido a las fieras; atravesando fuertes y fronteras”. Horas después, estrenando junio, y en el domingo en que la Iglesia celebraba la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor, el obispo diocesano presidía la Misa de exequias en la capilla del Seminario Diocesano, allá por esos predios tan entrañablemente sacerdotales que se extienden al otro lado del viejo puente de Santa Ana, en la otra orilla del Barranco de los Escuderos, en lo que fueran siempre una de las periferias de la ciudad de Jaén. Allí, entonces, decíamos un “hasta luego esperanzado” y le “renovábamos nuestra cita en el Amor”, al sacerdote, amigo y hermano, José Luis Cejudo Moreno. Y allí, en la pequeña capilla, advertí que estaba representada la Iglesia diocesana por entero. Allí, junto al obispo, estábamos sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosas y laicos, pero, entre todos los allí presentes, había un destacado grupo de presos y ex presidiarios de nuestra cárcel provincial, y también de otro tipo de presos, los que viven o han vivido amarrados al alcohol o la droga. ¡La Iglesia entera estaba allí celebrando el Misterio del Pan único, partido y repartido, y de la Sangre derramada para dar vida ¡Allí recibíamos la última lección de José Luis, la lección de una Iglesia que no pierde la esperanza, aunque, por nacer al pie de la cruz, sabe que es la suya, una esperanza crucificada; la de una Iglesia que, ¡aunque en “minoría” llegará a confundir y encandilar a la “mayoría”! Cabe hablar de la vida de José Luis trayendo a colación este clásico adagio latino, de incierta autoría: “Non multa, sed multum”; y de cuya traducción viene a decir la RAE “Dícese al hablar de resultados que valen no por su número, sino por su importancia”.
Desde mi memoria personal
Conocí a José Luis a finales de la década de los setenta del pasado siglo, siendo él entonces párroco en Navas de San Juan. Y lo conocí, porque me lo presentaron dos grandes amigos entonces y hermanos ahora, el diácono permanente, Andrés Borrego y el sacerdote Francisco Javier Diaz Lorite. Ambos, aquel desde Andújar y éste desde Linares, habían llegado al Seminario de Jaén, influidos de alguna manera por José Luis Cejudo Moreno. Ya entonces, y por lo que fui sabiendo en aquellos años de formación, llegó a ser para mí un gigantesco “icono sacerdotal”, aún sin conocerlo a fondo, porque, y por lo que iba sabiendo de los dos amigos de los que hablo, era un sembrador de pasión evangelizadora por los jóvenes y los más pobres; y que, además, no los dejaba tirados, sino que seguía manteniendo con toda una relación personal, más allá de los destinos (Andújar, Linares, Navas de San Juan…).
En el otoño de 1987, un grupo de sacerdotes pedimos al entonces obispo, nuestro querido y recordado, D. Miguel Peinado, trabajar en la Sierra de Segura. Allí fuimos algunos para unirnos a los que allí ya estaban, entre ellos, José Luis Cejudo Moreno. A beneficio de inventario he de poner aquí los nombres de quienes formábamos el equipo o fraternidad sacerdotal: Antonio Vela, Juan Raya, Antonio García Bonilla, Emilio Samaniego, Domingo Pérez, Ángel Sánchez, Ginés Mata, Juan Francisco Arenas, Dionisio García, Francisco Javier Díaz, yo mismo y José Luis Cejudo, párroco entonces de Miller, el rincón más alejado de la diócesis. Al acabar aquel curso, y el día 31 de mayo de 1988, el mismo día en el que 36 años después moría José Luis, se anunciaba oficialmente el nombramiento de García Aracil como sucesor de Don Miguel Peinado, quien, a sabiendas de fecha tan señalada, había decidido pasar los últimos días de su ministerio episcopal con los sacerdotes de la Sierra de Segura. A media tarde, y tras celebrar en Benatae, ya toda la Diócesis sabia de la noticia, todos menos los sacerdotes que con él estábamos ese día almorzando y reunidos en una casita de Rio Madera. Al día siguiente, el primero de junio, en Orcera, se despedía de nosotros con aquellos sus pequeños y vivos ojos azulados, humedecidos por las lágrimas y con estas palabras “Adiós, mis queridos curas; me voy feliz y satisfecho porque veo aquí el fruto de mi seminario”. Era Juan Raya el párroco en Orcera. Pasamos a su casa y cenamos juntos con un nudo en la garganta. Recuerdo que el más veterano, José Luis Cejudo, fue menos expresivo, porque él, habiendo conocido a otros obispos, sabía bien del misterio de la Iglesia, más allá de las personas, por muy importantes que esas personas hayan sido en nuestras vidas. Destaco el anterior episodio en este obituario por tratarse de una vivencia personal. Para nada me extrañó después, cuando ya aquel grupo tomó diversos destinos, lo que iba sabiendo de él y de sus tareas evangélicas con los cuatro obispos posteriores. Ahora entiendo mejor su comentario a la visita de quien, entonces, para muchos de nosotros, era el único y verdadero obispo. Una lección eclesial en toda regla, lección que siguió dando en sus posteriores destinos y encomiendas pastorales.
Y una lección última
En la tarde de su entierro, desde mi lugar entre los hermanos sacerdotes, entendí con una claridad que sentí no procedía de mi memoria, sino de esa parte agradecida de la memoria personal iluminada por la Gracia, que despedíamos a alguien que en había vivido su vida siguiendo la voz de una “Palabra de sentido”, la Palabra encarnada, y encarnada preferencialmente entre los más pobres de los pobres. Solo había que contemplar ese manojo de presos de la Prisión de Jaén que portaban a hombros y llorando, su féretro. A ellos entregó los últimos años de su vida. Y lo hizo porque, como siempre lo había hecho, había ido entrañando en su proyecto de vida el mensaje del Señor Jesús en la sinagoga de Nazaret.
Acabo con una mención especial a nuestros seminaristas. Ellos estaban junto al presbiterio en la tarde de su entierro. Quiero decirles, aunque quizás ya alguien se lo haya dicho, que fue José Luis Cejudo uno de los pioneros, junto al querido obispo Antonio Ceballos, de la espiritualidad `pradosiana del hoy beato Padre Chevrier. En 1877, y en una carta que escribió al entonces seminarista Maurice Despres, escribía el sacerdote francés, amigo de los pobres: “Los hombres auténticos se forman con los sufrimientos y las humillaciones. Un hombre que no ha sufrido nada y no ha aguantado nada, no sabe nada ni sirve para nada”. Y José Luis supo, y mucho de “penas y dolores”, pero más supo, al estilo sanjuanista “de amores y cosas buenas, porque penas es el traje de amadores”. Descansa en paz, hermano.
Juan Rubio Fernández
Sacerdote y periodista
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