Santísima Trinidad
Este domingo celebramos que Cristo resucitado nos da su Espíritu y concluimos las siete semanas de la Pascua. ¿Os imagináis la transformación que tuvo lugar en aquella primera comunidad de los Apóstoles el día de Pentecostés? Hasta este momento tan extraordinario aquellos pobres discípulos que siguieron al Señor habían sido unas personas débiles, llenas de miedo, calladas, encerradas. Aquel día, el Espíritu tomó posesión de su comunidad, la llenó de vida y les abrió todas las puertas. Los que habían permanecido callados empezaron a anunciar la Buena Noticia de Jesús, a pesar de las múltiples dificultades y persecuciones: «Se llenaron todos del Espíritu y empezaron a hablar». Los débiles mostraron una fuerza admirable y misteriosa. La comunidad se llenó de iniciativas, los ministros se decidieron a actuar con entusiasmo, empezaron a celebrarse los sacramentos que había establecido Cristo: «Recibid al Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados». El Espíritu Santo, fuego y aliento, verdad y energía. Hoy celebramos al mismo Espíritu, que sigue siendo el alma de la Iglesia, el que la llena de sus dones, haciendo florecer la fe de tantas comunidades con nuevos y sorprendentes movimientos llenos de vitalidad.
A partir de Pentecostés comenzó a extenderse el Evangelio por todo el mundo ininterrumpidamente hasta que el Señor vuelva. El Espíritu Santo, por la acción maternal de la Virgen María y de la Iglesia, nos sigue congregando en una misma fe a todos los hombres divididos por el pecado. La fiesta de este domingo, Pentecostés, debería notarse en cada uno de nosotros y en nuestra comunidad como un aumento de vida y de entusiasmo. Han terminado los días de la Pascua, pero el Señor resucitado nos ha dejado su mejor herencia: su Espíritu. Se tiene que notar que creemos en él y que nos dejamos animar por él, por eso se nos llama a abrirnos más a la acción del Espíritu, a pedirle el don de la comunión y a revisar bajo su luz nuestras actitudes en medio de la comunidad concreta donde vivimos la fe. A partir de esta fiesta debemos tomar más conciencia de que por la acción del Espíritu, Cristo resucitado nos envía: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». La unción del Espíritu nos hace ser como él, nos hace partícipes de su misión. Se nos envía, como a él, para «anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor». En definitiva, si vamos al encuentro de los que Jesús atendía, si nos dejamos llevar o no por el Espíritu que nos envía.
En la Iglesia, todos nosotros debemos volver a descubrir que somos hermanos, como nos recordaba el Papa Francisco, hermanos que no han olvidado la importancia de la comunicación con una misma lengua, que es la lengua del amor enseñada por el Espíritu Santo, o mejor aún, «derramada en los corazones» por el Espíritu Santo.
Unidos a la Virgen María nos ponemos en oración todos con la misma plegaria, pero con mucha fe, para decir en voz alta: ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama del amor y reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Amén.