III domingo de Pascua
En estos domingos seguimos escuchando el testimonio de los discípulos y el efecto de las apariciones que prolongan la gran experiencia de la Pascua. La resurrección de Cristo transformó a la primera comunidad: pasaron del miedo a la valentía, de la tristeza a la alegría; todo esto gracias a este hecho fundamental: que vieron al Señor, que se les apareció desde su nueva existencia y que comió con ellos… Nosotros nos deberíamos preguntar si la experiencia de la Pascua nos ha llenado de alegría también, si hemos cambiado de costumbres o si nos hemos acercado más a Jesús.
Celebrar la Pascua es aceptar la victoria de Cristo, su muerte y resurrección son el gran juicio de Dios contra el mal. Cristo resucitado es el vencedor, el que ha pagado por nosotros, «en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos». El nombre de Jesús significa, precisamente, «Dios salva». Este fue el centro de la predicación de sus discípulos, el kerigma. Así está recogido en la primera lectura, cuando Pedro toma la palabra y dice a todo el pueblo: «Arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados». Es preciso estar atentos todos nosotros y abrir bien los oídos para escuchar la Palabra, que es Cristo, y aceptar la Pascua de Cristo como victoria contra el pecado y el mal de este mundo, también como compromiso de una verdadera conversión a un nuevo orden de cosas, a un nuevo estilo de vida y un compromiso a no dejarnos vencer otra vez por el pecado, porque la Pascua no es un aniversario, es una gracia nueva y un camino que compromete. Vivir la Pascua es dejar actuar al Espíritu del Resucitado en nuestras vidas.
Nosotros somos testigos del camino de Jesús, de su entrega; de su palabra capaz de renovar los corazones y levantar los espíritus abatidos; de su firmeza en combatir todo lo que daña al hombre; de su atención constante a los pobres, a los débiles, a los enfermos; de su llamada decidida a cambiar de manera de vivir y pensar; de su confianza, sin fisuras, en Dios Padre. Nosotros somos testigos de su fidelidad hasta la muerte y somos testigos de la dureza de aquellos momentos. Pero somos testigos, también ahora, por encima de todo, de una experiencia que nos ha transformado y nos ha hecho revivir. Nosotros somos testigos de que Dios lo ha resucitado de entre los muertos. Nosotros somos testigos de que Jesús, el Crucificado, vive ahora por siempre. Y vive aquí, con nosotros, en nosotros. Y nos ha dado su mismo Espíritu. Y nos ha empujado a andar su mismo camino, porque su camino es el camino de Dios.
Es hora de dar un paso adelante, de hacer vida lo que creemos. Decídete, como los apóstoles, a ser testigo de Jesús, de su palabra, de su manera de vivir, de su muerte por amor, de la certeza que Dios te ha dado, con su resurrección, de que su camino es el camino que da vida. Venga, ¿a qué esperas? La decisión es tuya, eres tú el que debes dar el paso para responderle a Cristo. A ver, si tú vibras convencido de que Jesús es tu vida, si vives sin reticencias al amor a los demás y te pones al servicio de los pobres sin miedo y sin preocuparte por tus intereses, si tu comunidad de creyentes os amáis de verdad y quieres ser fiel al Evangelio, entonces sí que cumples de verdad el encargo de Jesús, y tu fe es una verdadera oferta de vida para nuestros hermanos los hombres. ¡Anúncialo!