En la literatura científico –filosófica actual nos podemos encontrar afirmaciones tan dispares como las siguientes:
El universo que observamos tiene exactamente las propiedades que podríamos esperar si, en el fondo, no hubiera ningún diseño, ninguna intención, ningún bien, ningún mal, nada más que la indiferencia ciega y despiadada. (R. Dawkins).
O, por el contrario:
Un universo regido por leyes ajustadas físicamente para la vida y no determinadas, y un mecanismo de generación de especies que explotaran dichas características del marco físico es justo lo que cabría esperar de un mundo creado por Dios para el despliegue de la vida y para el surgimiento de seres libres, capaz de acción moral. (F. J. Soler Gil).
Ambos parten de los mismos datos científicos llegando a conclusiones diametralmente opuestas. La diferencia que tienen es de perspectiva, de modo de ver. Teilhard pretende enseñarnos a mirar, a ver de tal manera que al contemplar el conjunto de la realidad podamos observar no solo la coherencia de la perspectiva cristiana, sino el hecho de que ella nos permite comprender mejor el sentido de lo real. Cuáles son algunos de los aspectos que en la línea de Teilhard serían esenciales para el diálogo ciencia fe:
En primer lugar, el diálogo debe ser honesto, prudente y respetuoso con respecto a los diferentes niveles de la realidad. De parte del creyente no se trata de buscar en las teorías científicas avales para la fe; de parte de la ciencia, ésta no debe presentarse como totalizante excluyendo cualquier ámbito cognoscitivo distinto.
En segundo lugar, hemos de tener en cuenta que el marco mental y cultural de la mayoría de nuestros interlocutores es el científico. Y que muchos de los resultados científicos reclaman una elaboración teológica.
En tercer lugar, la ciencia deja una serie de cuestiones abiertas: ¿por qué un universo tan hospitalario con la vida?, ¿por qué la realidad se nos presenta como un sistema organizado?, ¿Cuál es el puesto del hombre en el cosmos? Estos, y otros, interrogantes indican que extramuros de lo que la ciencia nos explica se sospechan valores, misterios y horizontes de sentido que una visión meramente naturalista no puede ver.
En cuarto lugar, la religión puede abrir el mundo tecnocientífico a un horizonte de sentido. O sea, la religión enriquece la narrativa que nos presenta la ciencia al ofrecernos una imagen coherente de la realidad desvelando una trama de sentido más allá de las puras apariencias.
En quinto lugar, Teilhard nos enseña a mirar desde otra perspectiva, no desde el lado de la infraestructura sino desde el lado de la novedad y la creatividad. Lo inferior debe ser leído a la luz de lo superior y no al revés.
Finalmente, Teilhard muestra como la idea de evolución no se desembaraza de Dios, sino que se lo toma en serio. Nuestra esencia está enraizada en la estructura íntima del universo. Ya no deberíamos hablar de la gran cadena del ser, con una gradación jerárquica, sino del árbol del ser, de la vida y de la mente, con sus ramificaciones e interconexiones. Lejos de la visión monárquica tradicional, Dios ha dotado al universo de una capacidad de evolución por la acción de las fuerzas naturales, haciéndolo socio libre de su propia acción. Le ha dado el poder de desarrollarse hacia formas nuevas y complejas llamando a la naturaleza a un futuro nuevo. Dios no es el tapagujeros intervencionista, sino el que actúa como fundamento, sustento y meta de todo el universo evolutivo, actuando desde el interior, permitiendo que el universo explore todas sus posibilidades. Como afirma J. C. Polkinghorne, uno de los grandes referentes en el diálogo ciencia fe, el descubrimiento de esta realidad solo es posible mediante la insinuación de la naturaleza, y el creyente puede encontrar aquí razones para entender el universo como creación, cuyo orden e inherente fecundidad son expresión de la mente y de la voluntad del Creador. Pero Teilhard no se ha quedado aquí, él ha dado un paso más en la dirección que apunta el cristianismo. El asombro ante todo el espectáculo cósmico-bio-antrópico del universo es aún mayor. La Encarnación es un acontecimiento cósmico. Cristo lleva en su carne el polvo de estrellas y los mismos genes procedentes de la evolución. El asume toda la humanidad y todo el mundo visible y material, de ahí la grandeza de un Dios que se encarna y cuyo significado tiene una dimensión cósmica.
Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía
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