
Lecturas: 2 Cron 36, 14-16. 19-23. La ira y la misericordia del Señor serán manifestadas en el exilio y en la liberación del pueblo. Sal 136. R. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti. Ef 2, 4-10. Muertos por los pecados, estáis salvados por pura gracia. Jn 3, 14-21. Dios envió́ a su Hijo para que el mundo se salve por él.
Los anteriores domingos nos han sumergido en relatos de Alianza que Dios renueva a través de Noé, Abrahán y Moisés. En esta ocasión el Rey Ciro posibilita un futuro de esperanza tras setenta años de destierro en Babilonia. Aquella desolación sobrevino por un rey extranjero. Una nueva era surge por medio de otro monarca. El pueblo propició el desastre con una actitud obstinada y violenta hacia los mensajeros de Dios que les advertían de su alejamiento e infidelidad al proyecto divino. Una promesa que no se rompe a pesar del caprichoso corazón humano y la decisión de un inesperado intermediario que articula su reinado bajo una tolerancia sorprendente. Todo ello favorece la reconstrucción de Judá. Todos tienen que poner de su parte: Dios, rey extranjero y pueblo. No olvidemos que toda iniciativa emana del corazón del Padre. ¡Todo es gracia!
Así debió experimentarlo aquél experto en leyes que busca convertirse en nuestro amigo durante la Liturgia de la Palabra. Acude de noche, bien porque no quiere que se conozca su simpatía por Jesús o bien porque es reflejo de la noche que porta en su corazón. A través de la apasionada conversación, Jesús se muestra a sí mismo como la serpiente de bronce (Nm 21,4-9). Durante la travesía por el desierto, los que habían sido mordidos por serpientes venenosas fueron salvados por aquel objeto que Moisés colocó sobre un mástil. Al mirarlo quedaban sanados. Era Dios quien sanaba, no el estandarte. “Así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,15).
La elevación de Cristo en la cruz no es sino el comienzo de su glorificación, más allá de un patíbulo que procura la muerte y el fracaso. No es el sufrimiento el que salva, sino el amor de Dios que se torna infinito en la entrega de su hijo Jesucristo. La Eucaristía es sacramento de la Cruz. Ella nos ayuda a mirarla acertadamente y a percibir la fuerza que encierra el amor de Dios.
Ramón Carlos Rodríguez García
Rector del Seminario