Homilía en el Aniversario de la Consagración Episcopal

Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

Lecturas bíblicas: Dt 10,8-9

Sal 15, 1-2.5.7-8.11

1 Pe 5,1-4

Alleluya: Mc 1,17

Mc 1,1-14

Queridos sacerdotes y diáconos; religiosas y fieles laicos;

Queridos hermanos y hermanas:

Concluye un curso pastoral lleno de actividad y retos que vienen exigiendo de nosotros esfuerzo pastoral y entrega apostólica generosa. Por estas fechas el año pasado no pude presidir la santa Misa, por primera vez, en este aniversario de la consagración del Obispo, al encontrarme con los seminaristas mayores y los formadores en el encuentro de seminaristas y novicios en el Año de la Fe en Roma junto al Santo Padre. El Señor quiso que el Papa me concediera la gracia de concelebrar este día con él y cuatro obispos más en la Casa de Santa Marta. Fue una ocasión propicia para saludar por primera vez al nuevo Papa, después de su elección y tras los intensos meses vividos con motivo de la renuncia del Papa Benedicto XVI.

Desde entonces he tenido ocasión de encontrarme con el Santo Padre en otras tres ocasiones, la más importante con motivo de la reciente Visita «ad Limina Apostolorum» que hemos cursado los obispos españoles. El Papa nos ha confirmado en la fe y nos ha animado a ponernos sin miedo al frente de la renovación que la Iglesia necesita. Una reforma espiritual y moral que sirva a la Iglesia para presentar el rostro de Cristo en la siempre difícil mediación de nuestra condición humana; porque la Iglesia siempre necesita reforma (Ecclesia semper reformanda) y ésta reforma se ha de dar, también siempre, en la cabeza y en los miembros (in capite et in membris) para mejor configurar su imagen con Cristo y aparecer verdadero sacramento de salvación para el mundo.

Es esta una ocasión propicia para volver a decir a todos los miembros de nuestra Iglesia diocesana que no podremos renovar y embellecer la figura de la Iglesia, como realidad humana y visible, sin una renovación espiritual de todos los fieles. Del clero y de las personas religiosas y de vida de consagración se espera una ejemplaridad especial, que acreciente el brillo de la santidad en cuerpo de la Iglesia. Hemos escuchado en el libro del Deuteronomio cómo el Señor «apartó a la tribu de Leví, para que llevara el arca de la alianza, estuviera en la presencia del Señor, a su servicio, y bendijera en su nombre» (Dt 10,8). Al hacerlo así, el Señor colocó a los ministros del Tabernáculo y del culto divino al servicio de la santificación de los demás miembros del pueblo de Dios. Aquello era un figura de lo que había de venir, por eso quienes hemos sido llamados a servir al único y eterno Sacerdote estamos urgidos a la santidad. El obispo, y con él los sacerdotes, ha de tener en cuenta —como observa el Directorio para la función pastoral de los obispos, siguiendo la doctrina del Vaticano II— «la función santificante, aunque estrechamente unida por su propia naturaleza a los ministerios de magisterio y de gobierno, se distingue en cuanto es específicamente ejercitada en la persona de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y constituye la cumbre y la fuente de la vida cristiana» (CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, Directorio Apostolorum successores, n.142).

De este ministerio de santificación de los obispos participan en su propio grado los presbíteros, y, aunque no participan del ministerio sacerdotal también los diáconos cooperan a la santificación del pueblo de Dios. Dice el Deuteronomio que los hijos de Leví tenían como misión el bendecir al pueblo: pedir a Dios que, conforme a su promesa, derramara su bendición sobre los israelitas y los colmara de gracias y bienes. Nuestra vocación es la bendición a los fieles —dice el papa Francisco—, fuente de alegría para los ministros de la santificación. No hemos de olvidar que nuestra alegría será completa, si hacemos entrega de nosotros mismos para ser instrumento de santificación del pueblo fiel, identificados con Jesús, que se entregó por la salvación de todos. Los ministros se santifican en el ejercicio de su ministerio, que es entrega de sí mismos para la salvación del mundo. Sigamos el consejo de san Pedro, que exhorta a los cristianos de la primera hora a «poner el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección» (2 Pe 1,10), ya que quien así se empeña nunca fallará. El Señor ha orado por sus ministros para que la fidelidad a la vocación de santificación redunde en la santificación de los propios ministros. Así pedía al Padre la noche de la despedida: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad» (Jn 17,17).

El Señor nos ha encomendado ser portadores y transmisores de la gracia de la santificación mediante la bendición y los sacramentos, fuente de alegría para nosotros y de salvación para nuestros hermanos. Tengamos presentes las palabras del Papa Francisco en su homilía de la Misa crismal de este año: «Sabemos que nuestro pueblo es generosísimo en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial los sacramentos. Muchos, al hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad —y por tanto alegría de ser— sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel de Dios».

Así, pues, frente al cansancio y la reivindicación de un bienestar que nos resulte estimable y compense nuestra fatiga, la verdadera alegría y el gozo interior que compensa al evangelizador es la comunión con Dios en Cristo y, en esta comunión con Cristo, la comunión con el pueblo fiel. Lo dice el Papa en su exhortación apostólica Evangelii gaudium, cuando afirma: «Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, es una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado» (PAPA FRANCISCO, Exhortación Evangelii gaudium, n. 268).

La necesaria renovación eclesial no llegará a dejarse sentir sin esta proyección en la vida de los fieles de la vida espiritual de los ministros. La espiritualidad del Obispo y de los presbíteros y diáconos se ha de proyectar sobre los fieles atrayéndolos a la comunión trinitaria del Padre y del Hijo en la unidad del Espíritu Santo. La nueva evangelización, pasa por esta recuperación del fervor primero, venimos repitiendo con los últimos papas, y tiene su traducción concreta en la renovación espiritual de la vida de los ministros del Señor, para que así la santidad de los ministros redunde en la transformación de la vida de los fieles.

En esta acción de santificación tiene una singular colaboración la acción apostólica de los religiosos y religiosas, de las personas de vida consagrada. En la medida en que todos sean fieles a sus carismas y no cedan al espíritu del mundo, teniendo presente —como dice el salmista— que Dios es «el lote de mi heredad y mi copa» (Sal 15,3), serán un ejemplo de consagración a Dios y al servicio de su Reino; y su compromiso de servir a los hermanos más necesitados alcanzará logros seguros de testimonio evangelizador. Lo mismo hemos de decir del apostolado de los laicos, que han de ser fieles a su identidad eclesial, al servicio de la evangelización de los espacios propios de las realidades temporales.

Nosotros, queridos sacerdotes, hemos sido llamados a ser pescadores de hombres, y no hay otro instrumento de pesca que aquel del cual se sirvió el Señor: la entrega de la vida por a
mor; y hemos de pastorear el rebaño de Dios a nuestro cargo mirando por él: «no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelo del rebaño» (1 Pe 5,2b-3). Para esto hemos dejado las redes que nos atan, y si alguno se siente atados a algunas redes y no renuncian a ellas, han de tener clara conciencia de que no pueden ser del discipulado apostólico de Cristo. No hay componendas posibles, porque somos ministros de la conversión y de la santificación, para bendecir y reconciliar, para derramar misericordia y gracia, para ayudar a cambiar la vida de los alejados y ayudarles a volver a Dios.

Deseo vivamente que el Señor me ayude a colmar en mí mismo este ideal vocacional de vida apostólica, para estar con el Señor Jesús bendiciendo y ayudando a encontrar el camino de la salvación a aquellos que la gracia de Dios ha de santificar. Me será posible si así se lo pedís vosotros y todo el pueblo fiel a Dios nuestro Señor y si así se lo suplicáis a la Santísima Virgen María, en cuyos brazos he puesto siempre mi vida.

Catedral de la Encarnación

5 de julio de 2014

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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