“Danos siempre de ese Pan” (Jn 6, 34)
Carta Pastoral de Mons. Rafael Zornoza, Obispo de Cádiz y Ceuta
Queridos hermanos, fieles de la diócesis de Cádiz y Ceuta, sacerdotes, consagrados, laicos de todas las edades en la vida parroquial o en movimientos, asociaciones y cofradías: Os invito encarecidamente a celebrar el año que comienza, el 2024, dedicándolo a la Eucaristía. Salgamos al encuentro de Cristo Jesús en el Pan que transforma la vida, el Pan bajado del cielo, un misterio para creer, para celebrar y para vivir [1]. Jesús se hace siempre accesible como el mayor don de Dios para nosotros, que se ha hecho comida (pan) para caminar con nosotros en la senda de la vida, transformándonos. Es el verdadero Pan del cielo, “el que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,33), el don del Padre a la humanidad hambrienta. A Él le pedimos: “Señor, danos siempre de ese Pan” (Jn 6,34).
“¡Éste es el sacramento de nuestra fe!”, decimos en Misa [2]. En efecto, es misterio de la fe y compendio de vida cristiana donde Dios se da a sí mismo y hace renacer constantemente a la iglesia, por lo que “es importante que las comunidades (…) experimenten la exigencia de un conocimiento más profundo del misterio y del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Al mismo tiempo, con el espíritu misionero que queremos fomentar, es necesario que se difunda el compromiso de anunciar esta fe eucarística para que cada hombre pueda encontrarse con Jesucristo, que nos ha revelado al Dios “cercano”, amigo de la humanidad, y testimoniarla con una elocuente vida de caridad”[3].
Recibamos, pues, este don maravilloso que nos ofrece la vida divina con obediencia fiel, celebrando y adorando al verdadero cordero pascual que realiza con nosotros la nueva y eterna alianza, diciendo: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor». Como fruto de este año, deseamos que se acreciente la vida eucarística, como dimensión espiritual esencial para madurar la fe personal y comunitaria, con todas sus consecuencias, en la unión con Dios, en la comunión fraterna, en el apostolado y la evangelización, en la vida caritativa y el compromiso social.
Quiero expresar mi gratitud a cuantos sostenéis y alentáis la participación en la Eucaristía en parroquias, conventos, colegios, comunidades, etc., en especial a los sacerdotes, que, como celebrantes en nombre de Jesucristo, hacéis posible que este Santo Sacramento llegue a todos; pero también a los adoradores del Santísimo, a los grupos de liturgia, a los catequistas de iniciación cristiana. Con vuestra entrega constante y generosidad llega a todos el Pan de Vida que nos alimenta, fortalece y consuela. Confío especialmente en vosotros, sacerdotes, personas consagradas y laicos comprometidos, para impulsar en este año una más decidida vida eucarística personal y comunitaria, acogiendo el Cuerpo de Cristo que se hace presente en el sacramento y nos hace ver desde su corazón su otro modo de presencia en los necesitados. Alimentados por él, demos los frutos de amor que espera de nosotros.
J E S Ú S , E L S A L V A D O R D E L M U N D O
Vivimos tiempos de incertidumbres y grandes dificultades políticas, económicas y sociales que mueven aún más las turbulentas aguas del llamado cambio de época en el que nos movemos. Avanza una secularización de las costumbres que adormece la fe y arrastra a vivir como si Dios no existiera, alejándose de la vida de muchos. Después de varias crisis económicas y una gravísima pandemia experimentamos cada vez más la fragilidad de nuestras seguridades y nuestra vulnerabilidad humana. Todo ello, visto con mirada de fe, supone una llamada fuerte a la conversión – como declaró el Papa Francisco en su alocución al mundo en plena pandemia—. Para fortalecer nuestra vida cristiana como discípulos del Señor hemos de profundizar, ante todo, en el fundamento de nuestra fe, renovando el encuentro con Cristo, quien llevó a cumplimiento su misión dando la vida en la Cruz.
Con su persona y su sacrificio, presente en el memorial eucarístico, Jesús nos conduce al Padre, y nos introduce en una especial unión con Él. De este modo, en las especies consagradas podemos contemplar el amor de Dios que viene a salvarnos y que nos acerca al corazón de la Trinidad. La Eucaristía es el alma de la Iglesia. Cristo en la Eucaristía nos hace sentir su presencia y compañía. Jesús se ha quedado con nosotros en el “Pan de Vida” (Jn 6,48) que fortalece y transforma la vida [4].
Nos habla de su cuerpo como comida y su sangre como bebida (cf. Jn 6,55), con palabras que nos recuerdan las fórmulas eucarísticas presentes en San Pablo y San Lucas: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” (1Cor 11,24; Lc 12,19). Este Pan bajado del cielo no es solo palabra que viene de Dios, sino también víctima de sacrificio, que se hace don por amor para la salvación de la humanidad. Jesús no es sólo una idea, un mensaje, sino una persona con carne y sangre que se entrega. “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el ultimo día” (Jn 6,53-54).
Nada tan necesario como acoger el maravilloso don de la Eucaristía, “sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual” [5], “sacramento del Amor” –lo llamaba San Juan de Ávila—, y, desde ella, desarrollar sus frutos de santidad, profundamente identificados con nuestro Salvador que nos alimenta. Con la gracia de Dios podremos impulsar este año una decidida renovación de nuestra vida eucarística personal y comunitaria, acogiendo el Cuerpo de Cristo, con toda su fuerza dinamizadora del amor y la entrega, cuya caridad nos envía a amar también a nuestros hermanos necesitados en quienes se hace presente, y que tenemos tan cerca de nosotros en este momento de tantas urgencias económico-laborales y sociales, de tantas heridas personales.
Escuchemos la voz del Esposo que nos dice, como a las vírgenes de la parábola, “¡salid a su encuentro!” (Mt 25,1-12). En la Última Cena Jesús se entregó por completo a nosotros. El don de Cristo es realmente Él mismo, con toda su persona y su obra. Cada vez que celebramos la Eucaristía nos unimos a Jesús en su propio sacrificio, acogemos su comunión y su misión, que se establece en su cuerpo y su sangre. Nada puede sustituir esta entrega al Padre y a nosotros, que nos adhiere a su obediencia y nos incorpora a su sacrifico. No cabe más que la admiración y la gratitud por este amor que se hace contemporáneo nuestro y nos llena del gozo de la salvación, y corresponder con una entrega similar. Os exhorto, pues, a caminar junto al Resucitado, atraídos por Él en la Eucaristía, en un fecundo encuentro que transforme más y más nuestra vida y nos lleve a la conversión, a la misión, a la comunión, al acompañamiento y al compromiso. Salgamos al encuentro del Resucitado e iniciemos de nuevo un camino de resurrección, una vida cristiana eucaristizada y misionera, en el Pan que transforma la vida.
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Han pasado más de veinte siglos desde la Última Cena y unas generaciones de cristianos han sucedido a otras, con distintos estilos, vicisitudes y retos. Sin embargo, La Eucaristía, panis filiorum –el alimento de los hijos de Dios—, ha unido a todos y sigue siendo la misma, pues nos reunimos para celebrar “la fracción del pan”, como los primeros cristianos, la acción de gracias por excelencia, la Santa Misa. La liturgia, enriquecida por el tiempo y los ritos de distintas culturas, celebra hasta hoy, con solemnidad y belleza, el mismo sacramento instituido por Cristo [6]. La Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros [7].
La Eucaristía es el alimento de este pueblo peregrino, el cibus viatorum de los cristianos que caminan por el mundo con la mirada puesta en la meta final. Como dice el Concilio Vaticano II: “El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial” [8]. La presencia del Señor en el Santísimo Sacramento contiene algo único, absolutamente sagrado, a Jesucristo vivo y real, persona divina con su cuerpo y alma humana, y no solo su fuerza o gracia. “En la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, vivificada y vivificante, por el Espíritu Santo, da vida a los hombres” [9]. La explicación de la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas sobrepasa toda capacidad humana. Ante este milagro que realiza el Espíritu Santo a través de las palabras de la consagración del sacerdote en la Misa brota el asombro del creyente que hace profesión de fe, con la cercanía de Dios y su absoluta confianza en Él. Esta forma de presencia escogida por el Señor para quedarse con nosotros garantiza su presencia en medio de la historia. No podemos dejar de anunciar esta profunda verdad, el don de la Eucaristía, que nos identifica como cristianos, contemporáneos de Jesús, a quienes Jesús ha amado hasta el extremo entregándonos su cuerpo y su sangre.
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La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana, nos une y configura con el Hijo de Dios. También construye la Iglesia, la consolida en su unidad de Cuerpo de Cristo. Cuando recibimos a Cristo, el amor de Dios se expande en nuestra intimidad, modifica radicalmente nuestro corazón y nos hace capaces de gestos que, por la fuerza difusiva del bien, pueden transformar la vida de aquellos que están a nuestro lado. “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”, son las palabras de Cristo que podrían ser el lema de una vida de discípulo de Jesús, núcleo de la Eucaristía y forma creyente de ser, de vivir y de orar. La Eucaristía no solo es un sacramento que nos da la gracia, sino al autor mismo de la gracia. Es asombroso que Dios se ofrezca como alimento a sus criaturas poniéndose humildemente a nuestra disposición, algo que solo se explica por el amor excesivo con el que Dios nos ama hasta el punto de querer transformarnos a cada uno en otro Cristo.
La Eucaristía nos permite acoger a Jesús como contemporáneos suyos, no solo tocando la orla de su manto (cf. Mt 14,36), sino abrazando a Cristo entero para ofrecernos con Él al Padre como una ofrenda agradable. El primer efecto de la comunión es, ante todo, una unión más íntima con Jesús quien nos estrecha fuertemente, nos transforma desde dentro y establece una intimidad permanente: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). Es la garantía de una vida fecunda, como nos enseña en la alegoría de la vid: “El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
Recibir el “cuerpo entregado” de Cristo en el sacrificio de la Cruz, entregado por nuestros pecados, nos asocia a su renuncia, nos educa en su escuela, nos da la libertad. En cada celebración eucarística nos unimos al “sí” de Cristo al Padre que supera todos los “no” inspirados por el pecado. Participar dignamente en el memorial de la pasión nos exige “vestir el traje de boda” (Mt 22,11) que obtenemos por el sacramento de la reconciliación, fuente de vida nueva, donde recibimos su perdón, un abrazo más de su misericordia. Su cuerpo y su sangre entregados a nosotros como comida y como bebida nos vivifican con el poder de su resurrección y nos proporcionan la alegría que supera las tristezas de la vida, y la dureza de las pruebas y de los sufrimientos humanos.
La Eucaristía impulsa nuestra transformación moral y nos conduce a una vida coherente con los sentimientos y mandamientos de Cristo, con las propuestas del evangelio. En la comunión en el cuerpo y la sangre de Cristo experimentamos la alegría de las bienaventuranzas, las del Señor bienaventurado que supera la prueba y recibe la recompensa de Dios. La Eucaristía es el alimento espiritual que nutre y da fuerza al cristiano para su peregrinación en la vida cotidiana, cultiva un corazón compasivo y nos hace capaces de ir contracorriente. La Eucaristía es el origen de toda forma de santidad, y todo cristiano está llamado a ella. ¡Cuántos santos han hecho auténtica la propia vida gracias a su piedad eucarística! La recepción frecuente de la Eucaristía, por la que somos colmados de toda bendición y anticipa la gloria celestial [10], brinda la gracia y la fuerza necesarias para enfrentar los desafíos de la vida diaria y vivir de acuerdo a los valores del Evangelio amando a Dios y a los demás.
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El domingo, “el Día del Señor”, o “Día de Cristo”, o “Día de la Iglesia”, llamado también por los cristianos “la Pascua Semanal” o “Día de la Eucaristía”, ha unido a los bautizados en memoria de Cristo Resucitado desde el comienzo de la Iglesia [11]. Es esta celebración eucarística semanal, el día de la fiesta, de la familia, del encuentro fraterno, de la santificación del descanso dispuesto por Dios en sus mandamientos. “Es el día de la asamblea litúrgica por excelencia, el día de la familia cristiana, el día del gozo y de descanso del trabajo. Él es «fundamento y núcleo de todo el año litúrgico» [12]. No hizo falta durante siglos establecer ni siquiera un mandato, pues resultaba evidente su oportunidad, algo necesario para la fe personal y de la comunidad. Quien hoy vive en Cristo siente también esta exigencia interior, que el precepto le recuerda. No obstante, en la secularización imperante de la vida contemporánea donde se vive como si Dios no existiera, es necesario recuperar el sentido del Día del Señor como una de las mayores riquezas, y para no diluirnos en medio del ritmo estresante de un mundo global y líquido. Este año dedicado a la Eucaristía en la diócesis constituye una fuerte llamada a vivir la fe a la luz del día del Señor –Dies Domini— la pascua semanal, cuando toda la familia cristiana se reúne en torno a la Mesa del Pan de la Palabra y del Pan eucarístico, como testimonio de fe en la presencia del Resucitado en el mundo, algo que nos une en la iglesia en comunión y transmite al orbe entero el testimonio del amor. “La Eucaristía transforma un simple grupo de personas en comunidad eclesial: la Eucaristía hace Iglesia. Por tanto, es fundamental que la celebración de la santa Misa sea efectivamente la cumbre, la “columna vertebral”, de la vida de cada comunidad parroquial. Exhorto a todos a prestar más atención, entre otras cosas con grupos litúrgicos, a la preparación y celebración de la Eucaristía para que cuantos participen puedan encontrar al Señor” [13].
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Nunca agradeceremos bastante el Señor el regalo de haberse querido quedar en la Eucaristía, en el sagrario o expuesto en la custodia. Eso nos permite poder adorarlo y contemplarlo constantemente experimentando su presencia. Ante Jesús Sacramentado percibimos interiormente el profundo misterio de su presencia divina, de su entrega total, de su amor constante con que nos acompaña y consuela. La experiencia del adorador de Cristo en la Eucaristía proclama que está verdadera, real y sustancialmente presente en la Hostia Consagrada, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. El cristiano que adora le reconoce presente y experimenta con fuerte convicción lo que afirma el famoso canto eucarístico: “Dios está aquí”. En efecto, esta experiencia profundamente cristiana configura su vida, la llena de su presencia y cercanía, acoge su fuerza para hacer la voluntad de Dios y evitar el pecado, recibe un impulso mayor para corresponder al amor de Dios y amar a los hermanos. Dios mismo hace que renazca en el corazón del adorador la caridad más generosa, la certeza de la vida eterna, la satisfacción de las esperanzas más profundas del corazón, la liberación del peso de lo material en la contemplación del mismo Dios, el deseo de permanecer siempre en Él. Ante el Santísimo Sacramento experimentamos de manera totalmente particular ese “permanecer” de Jesús, que él mismo, en el Evangelio de Juan, pone como condición necesaria para dar mucho fruto (Cf. Jn 15, 5) y evitar que nuestra acción apostólica quede reducida a un estéril activismo, convirtiéndose más bien en testimonio del amor de Dios.
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La Eucaristía atrae todo hacia sí, pues lleva al altar nuestro corazón y nuestra vida, para después enviarnos al mundo, como pan partido que se reparte a los demás. Se desvela en ella el misterio del amor de Dios por la humanidad, un amor que se entrega de manera total y transformadora, que nos introduce en el océano de la misericordia divina. El Señor eligió la Última Cena para anunciar el precepto del amor. Con la Eucaristía hace capaces a sus discípulos de amarse los unos a los otros como Él nos ha amado. Este misterio “se convierte en el factor renovador de la historia y de todo el cosmos. En efecto, la institución de la Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta y absurda, se ha transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del mal para la humanidad” [14]. Por ser fuente de unidad y fuente de caridad, es también una efusión del Espíritu Santo en nuestros corazones que ha de empujarnos a promover la fraternidad en un mundo dividido, dando testimonio de la paternidad amorosa de Dios. Quiere comunicarnos el amor que inspiró el sacrificio donde alcanzó la cumbre del heroísmo. La Eucaristía nos llama a trabajar por un mundo más justo y fraterno. En la Eucaristía, nos comprometemos a amar a los demás, especialmente a los más necesitados. «La Iglesia –dice Francisco—, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responde a él con todas sus fuerzas. En este marco se comprende el pedido de Jesús a sus discípulos: “¡Dadles vosotros de comer!” (Mc 6,37) lo cual implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos» [15]. Hay pues una “mística social” de la Eucaristía. Benedicto XVI enseñó: «La “mística” del sacramento tiene un carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan», dice san Pablo (1 Co 10, 17). No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismos para ir hacia Él, y, por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma.» [16].
Los santos son el mejor ejemplo de los frutos de “amor social” más duraderos, pues inmolaron sus vidas con Cristo en el altar del Sacramento del Amor. En la Misa, los cristianos experimentan el amor de Dios, que se entrega por ellos y reciben la fuerza para salir al mundo y anunciar el Evangelio. En este horno de amor se replantean los intereses de la vida, la vocación, las llamadas a una mayor entrega para acudir a las necesidades materiales y espirituales que se nos muestran, el deseo de evangelizar, compartir los bienes con los necesitados, vivir para los demás.
P R O P U E S T A P A S T O R A L D I O C E S A N A
Vivir con profundidad la Eucaristía, misterio de fe, como nos proponemos durante este año 2024, intensamente eucarístico, supone un esfuerzo de conversión y las ayudas necesarias para este impulso de renovación. No se puede separar la Eucaristía de un estilo de vida propiamente cristiano y testimonial. Con la colaboración de las Delegaciones Diocesanas –-especialmente de Liturgia, Catequesis, Juventud, Caritas, Secretariado de Oración y Apostolado Seglar— que facilitarán los subsidios necesarios, encuentros y propuestas, nos proponemos:
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Los santos son el mejor ejemplo de los frutos de “amor social” más duraderos, pues inmolaron sus vidas con Cristo en el altar del Sacramento del Amor. En la Misa, los cristianos experimentan el amor de Dios, que se entrega por ellos y reciben la fuerza para salir al mundo y anunciar el Evangelio. En este horno de amor se replantean los intereses de la vida, la vocación, las llamadas a una mayor entrega para acudir a las necesidades materiales y espirituales que se nos muestran, el deseo de evangelizar, compartir los bienes con los necesitados, vivir para los demás.
01 LITURGIA. Impulsar una liturgia más expresiva, con la ayuda de los equipos parroquiales. Hagamos un esfuerzo para mejorar las celebraciones tanto en el arte de celebrar –ars celebrandi— como en las disposiciones interiores para hacerlo –actuosa participatio—, renovando los aspectos celebrativos y mistagógicos de la eucaristía.
02 DOMINGO. Fomentar la experiencia comunitaria del domingo como Día del Señor, velando por dignificar y enriquecer la experiencia de la Misa Dominical e impulsando la participación en ella de todo el Pueblo de Dios.
03 VIDA EUCARÍSTICA. Promover la Adoración Eucarística en todas las parroquias y comunidades, las catequesis eucarísticas con adultos y jóvenes, los oratorios infantiles, la piedad eucarística y los cultos internos de las Hermandades y Cofradías.
04 CÁRITAS. Dinamizar la comunicación cristiana de bienes, el compartir y la limosna, nuestra colaboración con las Cáritas parroquiales y diocesana, en la atención a los enfermos, emigrantes y presos, así como en nuestro compromiso político y social, como enseña la Doctrina Social de la Iglesia, en la que necesariamente hemos de profundizar.
05 CORPUS CHRISTI y CORAZÓN DE JESÚS. Impulsar la celebración de la solemnidad del Corpus Christi, como momento convergente de nuestra devoción eucarística acrecentada a lo largo del año, y de testimonio público de nuestra fe, preparado intensamente en lo espiritual y material, y celebrado con la participación devota de todos los miembros y asociaciones significativas de la Iglesia – parroquias, consagrados y religiosos, colegios, cofradías, movimientos, etc.—, signo visible de comunión en el Señor y de comunión fraterna entre nosotros. Así mismo, motivar la celebración de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús (en la octava), quien nos sacia en la Eucaristía, pues, exaltado en la cruz, fue hecho fuente de vida y amor.
06 SERVICIO. Promover la cultura eucarística del don, el encuentro y servicio al prójimo.
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Acudamos a nuestra Madre, la VIRGEN MARÍA, que peregrina con nosotros, pidiéndole su maternal intercesión y encomendándole nuestro propósito. Ella puede ser llamada la “Madre de la Eucaristía”, la primera en participar en el banquete eucarístico, quien, en el momento de la Anunciación, recibió en su seno el cuerpo y la sangre de Cristo, al Verbo Encarnado, que es el mismo Cristo que se nos da en la Eucaristía. Asociada siempre a su Hijo, permanece presente en la comunidad que celebra la Eucaristía, como lo estuvo en la primitiva comunidad al inicio de la iglesia, y que continúa junto a él intercediendo por nosotros y nuestras necesidades, como en las bodas de Caná de Galilea (cf. Jn 2).
Ella, la madre del Hijo, es la madre de la Iglesia, su modelo eucarístico, y la Iglesia, sacramento de salvación, es esencialmente eucarística, y, a la vez, profundamente mariana. Por eso María, que guía a los fieles a la Eucaristía [17], nos ayuda a prepararnos para recibirla con fe, nos enseña a contemplar a Cristo, a adorarlo y a comulgar con amor. Ella nos acompaña en nuestra oración y adoración al Santísimo Sacramento y nos ayuda a vivir plenamente su misterio de caridad y comunión. De este modo nos guía a la unión sacramental con Jesús como ofrenda de gracia para que vivamos una vida cristiana auténtica y testimonial.
La Eucaristía nos habla de la “condescendencia de Dios” por nosotros, la elocuencia del Dios cercano cuyo gozo es estar con los hombres, Aquel que nos da su propia vida, que nos invita a acoger su amor redentor. Hemos sido testigos del misterio del amor de Dios. Llenos de admiración, unidos en comunión, salgamos al encuentro de la santa Eucaristía para acoger cuanto brota de su misterio y experimentar y anunciar a los demás la verdad con la que Jesús se despidió de sus discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,20). Encomendemos a Cristo Sacramentado los frutos de este año eucarístico en nuestra oración.
Contamos especialmente con los monasterios de vida contemplativa de la diócesis que permanentemente adoran e interceden por nosotros. Invoquemos de nuevo al Señor diciendo: “Danos siempre de este Pan” (Jn 6, 34).
+Rafael, Obispo de Cádiz y Ceuta Cádiz, enero de 2024.